El pasado 25 de junio, los diversos Estados miembros de la Unión Europea alcanzaron un acuerdo para poner en marcha la nueva Política Agrícola Común (PAC) que actuará sobre el sector primario europeo en el periodo comprendido entre 2023 y 2027. La PAC es uno de los mecanismos más antiguos de la Unión, siendo responsable, desde 1962, de subsidiar gran parte de la producción agrícola del continente con el objetivo de garantizar la sostenibilidad económica de un sector absolutamente clave.
Lamentablemente, hasta ahora, el enfoque de esta política, a la que en la actualidad se destina cerca del 30% de todo el presupuesto de la Unión Europea, era meramente económico, centrándose en sostener los ingresos de los productores y en estabilizar los precios agrícolas sin atender a otros elementos estructurales absolutamente fundamentales.
Desde los años 80, una gran parte del continente (notablemente España e Italia, responsables de producir cerca del 45% de las frutas y verduras de la UE) ha visto como el sector pasaba de un modelo tradicional, de subsistencia y campesino, a un modelo industrial, caracterizado por convertir los campos en verdaderas fábricas de alimentos. La concentración de tierras en manos de grandes empresas que han instalado kilómetros de invernaderos se ha ido acentuando con el tiempo, lo que ha venido acompañado de una creciente necesidad de mano de obra asalariada para integrar los nuevos esquemas productivos.
Esto planteó un importante problema para las empresas pues, por un lado, los espacios rurales han sido crecientemente vaciados y, por el otro, las condiciones laborales ofertadas por el sector son tan poco atractivas que no logran invertir dicha tendencia. Recordemos que el trabajo agrícola se caracteriza por estar mal pagado, ser inestable, arduo y, además, venir asociado a un bajo prestigio social.
La solución que encontraron las nuevas empresas agroindustriales fue emplear a la creciente mano de obra migrante que llegaba a los nuevos países de destino, como España, por ser unos trabajadores especialmente vulnerables y dispuestos a realizar aquellas tareas que los nacionales desprecian.
Así, desde hace al menos tres décadas, los trabajadores extranjeros se han convertido en un pilar fundamental y estructural de la agricultura europea, indispensable para mantener un sector absolutamente clave para la UE. Sin embargo, este rol “esencial” o “crítico”, como ha sido denominado tanto por el Gobierno español como por la Comisión Europea en los decretos de excepción a la movilidad emitidos durante la pandemia, no ha sido acompañado de un reconocimiento público a su labor. Más bien, las condiciones de trabajo de los migrantes en la agricultura europea se han caracterizado por ser “inhumanas” tal como lo dijo Philip Alston, Relator especial de la ONU sobre la pobreza extrema y los derechos humanos, quien visitó los asentamientos de Huelva en 2020.
A salarios miserables (muchas veces por debajo del mínimo legal) y a condiciones precarias (con pagos por jornadas o por recoger productos a destajo) se une el hecho de que muchas de estas personas migrantes se ven condenadas a residir en asentamientos chabolistas absolutamente insalubres donde no hay acceso ni a electricidad ni a agua potable.
Pese a que esto suceda desde hace ya tres décadas, las autoridades tanto de los países afectados como de la UE han tendido a mirar hacia otro lado, priorizando la estabilidad de un esquema que, gracias a la explotación de los migrantes, funciona y permite inundar los supermercados de productos baratos mientras los productores obtienen grandes ganancias.
Por suerte, la pandemia ha ofrecido una oportunidad para cambiar esta situación al poner el foco sobre un colectivo sin el cual no habría sido posible garantizar el acceso de la población a los alimentos durante los confinamientos. Aprovechando este contexto, el Parlamento Europeo solicitó a la Comisión la introducción de una “cláusula de condicionalidad social” en la nueva PAC, que obligara a los productores a ofrecer condiciones de trabajo dignas a quiénes trabajan en la agricultura bajo amenaza de sanción y de no recibir más subsidios. Tras una ardua negociación donde las reticencias de varios Estados amenazaban con impedir su tramitación, al final esta cláusula ha sido incorporada, siendo de aplicación voluntaria a partir de 2023 y de obligado cumplimiento a partir de 2025.
Estamos ante una oportunidad única de revertir una situación vergonzosa que lleva demasiado tiempo caracterizando al sector agrícola europeo. La condicionalidad social de la PAC invita al optimismo dado que numerosas empresas dependen de sus subsidios, lo que implica que la explotación de los trabajadores pueda dejar de ser viable para estas. Aún quedan unos años para su entrada total en vigor, pero, si los Estados se comprometen a controlar esta cuestión de forma efectiva, pronto la agricultura europea podrá dejar de caracterizarse por vulnerar los derechos humanos. Esperamos que así sea.