La resiliencia es un concepto que en los últimos años está gozando de una creciente popularidad en las ciencias sociales. Especialmente en lo que se refiere al estudio de los migrantes climáticos. Ante los cuales se presenta como piedra de toque para vertebrar muchas de las estrategias propuestas destinadas a paliar los efectos del cambio climático sobre las poblaciones humanas. Si bien es cierto, que se trata de un concepto interesante y útil en alguno de sus puntos, en este artículo se problematizarán ciertos conflictos que contrae el mismo si se acepta como estrategia por defecto y sin condiciones.
El concepto proviene del término latín resilio, que se traduce como la propiedad de un objeto de volver a su forma después de que esta haya sido alterada. De acuerdo con su significado este ha tradicionalmente sido empleado en ingeniería y no fue hasta 1972 que el psiquiatra Michael Rutter empezó a emplearlo para designar una cualidad humana (Gallegos, 2019). En ciencias sociales el concepto se usa para referirse a la capacidad que poseen las personas, ya sea de forma individual o colectiva, para superar episodios adversos.
Con el paso del tiempo el concepto fue aumentando su popularidad, tanto dentro como fuera de la academia. Si se atiende a los datos de Google Trends en 2020 se habría cuadriplicado la cantidad de búsquedas de la palabra resilience (resiliencia traducido al inglés), en internet a través de dicha plataforma, con respecto al año 2004. En la academia ha ocurrido algo similar, y actualmente se emplea habitualmente desde multitud de disciplinas como la psiquiatría, psicología, estudio de las migraciones, estudio de las catástrofes, etc. (Deegan, 2005; Molina et al., 2014; Gil-Alonso & Vidal-Coso, 2015; Baum et al., 2015). Una de las líneas de investigación donde ha tenido una importante acogida es en el estudio de las migraciones asociadas al clima. Basta con hacer una búsqueda rápida para encontrar multitud de trabajos de esta temática donde emplean el término ya sea como concepto explicativo clave o con un uso argumental recurrente (Bose, 2015; Perkiss & Moerman, 2018; Miller, 2020; Oliver-Smith, 2012).
El valor del concepto es el hecho de empoderar a los sujetos afectados, situándoles en el centro del proceso de gestión del conflicto. Otorgándoles así la agencia de afrontar el problema y respetándolos como máxima autoridad en la resolución de este. Esta idea en relación con las migraciones climáticas es muy interesante, pues es vendría evitar que se dé una gestión unilateral impuesta desde el exterior de su situación, posiblemente por parte de los propios responsables. Además, de este modo las soluciones propuestas serán respetuosas con la sociedad afectada pues emanarán desde su propio marco ético y cultural.
Sin embargo, el concepto es un tanto difuso y conviene hacer un uso preciso del mismo antes de dejarse llevar por su aparente atractivo. El hecho de poner a los afectados en primer plano conlleva automáticamente a poner en un segundo a los responsables, o prácticamente acabar por invisibilizarlos. Esta circunstancia es ciertamente problemática pues lo deseable sería que aquellos que son parte del problema también lo sean de la solución y no dejar a su suerte a las victimas bajo el pretexto de empoderamiento.
En una interesante investigación Menhanm y Oels (2015) analizan la evolución discursiva, dada en occidente, sobre la noción de migrantes climáticos. En este trabajo se advierte como en un primer momento los migrantes climáticos eran presentados como una potencial amenaza y posteriormente se fue asentando la idea de reconocimiento hacia ellos que culminó en el concepto de resiliencia. Los autores entienden que dicho proceso de resignificación es coherente con un marco de pensamiento neoliberal donde la devastación ambiental es concebida como irrevocable y la única opción es adaptarse de forma contingente a dicho cambio.
La resiliencia es un concepto útil, pero hay que ser consciente de sus limitaciones, impidiendo así que acabe por eclipsar cualquier respuesta alternativa. Por ello es preciso que desde la academia haya una vigilancia conceptual, pues las injerencias discursivas fruto de modas intelectuales diluyen la reflexión en detrimento de un coyuntural sentido común.
Víctor Pérez es investigador predoctoral en el IUEM por parte de la Cátedra de Catástrofes.