No sé en qué momento me empezó a pasar. Tal vez fue después de la tercera reunión sobre una auditoría de proyecto, o al cerrar unos informes finales de justificación. El caso es que un día, mientras releía documentación sobre un proyecto en Uganda, noté que ya no pensaba solo en números, sino en rostros. Rostros que jamás he visto, pero que desde la Fundación Entreculturas – Fe y Alegría me han hablado mediante fotos o testimonios, en otros idiomas. No me refiero al francés o al inglés, sino al lenguaje del esfuerzo, del compromiso, de la competencia y de la resistencia.
Este es, sin duda, uno de los aprendizajes más importantes que me llevo de estos meses, que al encontrar en este sector mi vocación, se me han quedado cortos: la cooperación, cuando se hace bien, exige mirar más allá de las pantallas. Desde sede puede haber sensación de distancia, de frialdad burocrática, pero cada línea presupuestaria es un aula construida, cada indicador es una niña más con acceso a educación, cada auditoría bien tramitada es un compromiso con la transparencia…. Incluso los intercambios más rutinarios nos recuerdan que hay personas, comunidades y organizaciones que no están dispuestas a rendirse frente a las barreras que intentan frenar este sector.
Como las mujeres africanas que resisten a pesar de la reducción drástica de fondos. Como Triciana, que enseña a niñas a narrarse desde la poesía, o Sandra, que acompaña a adolescentes supervivientes de violencia a reintegrarse en la educación. No aparecen en los indicadores, pero visibilizan procesos de cambio. Según informes, el 90 % de las organizaciones de mujeres en crisis están al borde del colapso financiero. Y aun así, no detienen su lucha.
Desde el equipo de Movilidad Humana he podido acercarme a estos procesos desde un lugar técnico, pero también político. He acompañado proyectos en países como Bolivia, Colombia, México, República Democrática del Congo, Marruecos, Etiopía, Uganda, Kenia o Chad, donde lo que está en juego va más allá de cifras: hablamos de la dignidad de personas desplazadas, de defensores del territorio, de la promoción de la gobernabilidad democrática y de niñas con derecho a soñar sin miedo. Y ahí, entre marcos lógicos, TdRs y presupuestos, he descubierto que estos instrumentos son también herramientas de resistencia política y defensa de derechos. La cooperación no se mide en gestos heroicos, sino en trabajo constante. Y eso lo he visto a diario. No hay épica en revisar un informe técnico, pero sí hay responsabilidad cuando ese informe permite sostener un programa que, de otro modo, desaparecería. Y con él, los derechos humanos de tantas personas.
Otro de los elementos clave que me llevo es haber comprendido que la financiación no es un tema técnico aislado: es la base que permite sostener procesos críticos. En el trabajo con comunidades desplazadas, esto es evidente. Cuando los fondos no llegan, lo que se compromete no es solo un cronograma o una actividad, sino el acceso a protección, refugio o asistencia básica. Por eso, defender una financiación internacional al desarrollo coherente y centrada en derechos humanos es también una responsabilidad que se asume desde sede.
He aprendido a mirar el trabajo con más perspectiva. La cooperación no es inmediata, y muchas veces los mejores resultados son los que se construyen con planificación y continuidad. A veces, entre procedimientos, cuesta visualizar el impacto real, pero basta una actualización desde terreno -como una historia concreta de una familia desplazada que ha podido acceder a protección- para recordar que también se sostienen derechos desde sede.
No quiero cerrar esta etapa con un “gracias”. Prefiero decir que me quedo. Que me quedo con todo lo que esta experiencia me ha brindado. Con la sensación de que en este sector hay una forma distinta de hacer política real, de que incluso en un contexto global complejo, sigue siendo posible desarrollar intervenciones con impacto, sostenidas por alianzas sólidas y por equipos profesionales comprometidos con los valores del sector.
A quienes estén considerando realizar estas prácticas, les diría: hazlo. Se trata de una gran oportunidad para adquirir una visión integral de la gestión de proyectos, entender los marcos técnicos e institucionales que los sostienen, y formar parte de procesos con impacto. Requiere compromiso, capacidad de adaptación y una actitud abierta al aprendizaje, pero es una experiencia formativa clave para posicionarse profesionalmente en el ámbito de la cooperación internacional.
Roberto García Gutiérrez es Contrato en Sede Entreculturas de Prácticas de la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos 2024-2025.