En tiempos de crisis e incertidumbre, cuando las dificultades parecen multiplicarse y los recursos escasean, la cooperación al desarrollo se enfrenta al reto de no perder el ánimo. Nos enfrentamos a guerras prolongadas, discursos de odio y narrativas anti inmigratorias que se imponen desde occidente, desde EE. UU. principalmente, y que la sociedad adopta como propias inconscientemente, tiempos de crisis humanitarias complejas y cada vez más prolongadas y desigualdades estructurales que parecen insalvables e invisibles para muchos, pero en medio de todo ello, hay una razón fundamental para seguir adelante: la esperanza.
Siguiendo con mi capítulo previo del blog, pero, ahora, con una pequeña diferencia: la esperanza como motor del cambio. Esta emoción no es una simple emoción pasajera. Es un modo de afrontar la realidad y actuar en consecuencia. La cooperación internacional nos demuestra cada día que, a pesar de las adversidades y de la excesiva burocracia que se puede observar desde sede, hay pequeños logros que generan transformaciones profundas en la vida de muchas personas. Estos cambios no suceden de la noche a la mañana, sino gracias al trabajo constante de personas comprometidas que, con profesionalidad, trabajan por un mundo más justo y equitativo y que hacen que lo que parece invisible a los ojos de muchos se haga visible. Con este escenario, la necesidad de la que hablaba de profesionalizar el sector de la cooperación es ahora más prioritaria, y esto se consigue desde la normalización del carácter profesional del cooperante.
Ante las crecientes divergencias y polarizaciones que generan discursos en contra de las organizaciones de la sociedad civil, es imprescindible fortalecer nuestras capacidades y metodologías para garantizar que nuestro impacto sea sostenible, sumando a nuevos actores emergentes, sociedad civil y comunidades locales para generar una incidencia política imparable y que frene estos discursos tan ignorantes. Cada decisión tomada en una oficina de cooperación tiene repercusiones en comunidades de todo el mundo, por lo que el rigor y la planificación de los programas y proyectos son esenciales. En mi opinión, como parte del sector y como parte de la sociedad, salta a la vista que no nos estamos movilizando, cuando hay más urgencia y motivos que nunca para hacerlo. Pero, ¿por qué no nos movilizamos ante esta vulneración de derechos humanos que está dejando a millones de personas en situación de máxima vulnerabilidad?
Como he podido ver después de cinco meses en Entreculturas, el éxito de cualquier proyecto no reside en el esfuerzo individual, sino en el trabajo en equipo y, sobre todo, en la colaboración con los socios locales. No se trata de que impongamos soluciones externas, sino de acompañar procesos liderados por las propias comunidades. Este enfoque implica una relación de respeto, escucha activa y humildad, clave para diseñar una cooperación sostenible.
Y es que, a pesar de que algunas perspectivas minimizan su importancia o, con un simple chasquido de dedos, líderes como Trump dejan de lado al sector, desmantelando agencias clave como USAID y afectando a millones de personas que dependen de la ayuda, como los desplazados; la cooperación no se define solo por grandes cifras o indicadores globales. Su verdadero valor radica en los pequeños grandes detalles: en un aula construida en un lugar remoto, en un programa de capacitación que empodera a mujeres, en el apoyo y la asistencia médica a desplazados y refugiados, en la creación de un emprendimiento sostenible en una comunidad olvidada por la humanidad o en una iniciativa que busca erradicar la violencia contra las niñas en diferentes países. Son logros que pueden parecer insignificantes a escala global, pero que transforman vidas de manera tangible.
Como mencionaba, aún quedan motivos para la esperanza. Desde Entreculturas se puede ver cómo, en lugares donde esta crisis parece haber devastado todo, siguen surgiendo iniciativas educativas, de ayuda humanitaria, grandes proyectos de cooperación, proyectos de inclusión y esfuerzos por la justicia social y por la reducción de la vulnerabilidad de personas vulnerables y aumento de su resiliencia. Como decía un compañero, esta esperanza es visible desde Fe y Alegría en Venezuela hasta las escuelas en la frontera con Colombia. Y, particularmente, también he podido apreciarla en las buenas prácticas de JRS en países de África como Uganda, Kenia, Chad y Sudán del Sur o en países de América Latina, como Colombia. Así, la esperanza camina herida, pero firme.
Por eso, en momentos de duda, hemos de recordar que la esperanza no es una utopía, sino una elección consciente de seguir adelante, de creer en el poder de la cooperación al desarrollo, la educación, la equidad y la justicia. Sigamos construyendo juntos este camino, porque, aunque el reto es grande, los motivos para la esperanza siempre prevalecen. ¡Hagámos visibles estos motivos y asegurémonos de que nuestro trabajo tenga el impacto que merece!
Roberto García Gutiérrez es alumno en prácticas en sede Entreculturas de la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos de la Universidad Pontificia Comillas