Los periodistas necesitan libertad, forma parte de su naturaleza como la piel del cuerpo, pero también cuenta la independencia, concepto o actitud sobre la que versó el breve, pero sustancioso, discurso de Manuel Martín Ferrand al recibir el Premio Mariano de Cavia en diciembre de 2011: “Por razones cronológicas, tras cincuenta años de ejercicio, he conocido todo un muestrario de posibilidades de ser periodista: sin ninguna libertad, con un poquito de libertad, en libertad vigilada y libérrimamente. Y ahí empiezan mis tribulaciones. El derecho a la libertad de información que reconoce la Constitución y solemos invocar los de mi oficio es un derecho que afecta básicamente al derecho a recibirla que tienen los ciudadanos. Lo genuinamente periodístico, ya que lo de la libertad va de suyo, es la independencia y en eso andamos más confusos”. Para concluir, “[…] soy periodista porque como bien señala Gay Talese, en definición que supera todas las demás que conozco, es periodista quien dice serlo, hay una empresa que le reconoce como tal y le paga para ello. El problema reside en que, por su falta de especialización, y sin atender a su juego, últimamente hay empresas que están dispuestas a reconocer a cualquiera”.
Una de las características que permiten definir al periodista es que vive de su trabajo, que no trabaja por altruismo o interés ideológico de parte, sino porque es su profesión, que tiene principios y procedimientos y que dispone de una ética propia que se ha construido, precisado y evolucionado con el ejercicio profesional, más allá del perímetro del Estado de Derecho, que caracteriza y sostiene a las democracias maduras. Someterse a esa ética profesional, y que sea percibido por los ciudadanos, otorga credibilidad y explica que el periodismo sea una garantía adicional para la convivencia y el progreso.
Periodismo profesional y democracia son inseparables; se necesitan y se apoyan y complementan. El uno es prueba de la salud de la otra, que no será viable, ni creíble, sin un periodismo profesional que interese a los ciudadanos y asuma el papel de vigilante del consenso social. La pérdida de calidad de la democracia, evidente en muchas sociedades, entre ellas la española actual, tiene correlato en la crisis del periodismo y la confusión en que andan sumidos los medios de comunicación que no ven la salida del laberinto.
El filósofo español Javier Gomá razonaba en una reciente entrevista: “[…] Una cosa es el tiempo de la actualidad y otra el tiempo de la realidad. La actualidad me interesa como ciudadano, pero como pensador me interesa mucho más la realidad. Creo que durante los últimos seis años, lo que podríamos llamar el tiempo de la crisis, me ha generado incomodidad observar cuál es la función del filósofo. El pensador debe marchar no sólo al compás de la actualidad, sino que debe observar la realidad en su conjunto, mantener en tiempos prósperos una mirada crítica y regeneradora y en tiempos de crisis debería ser una voz que da esperanza y luz. Eso es lo que toca ahora. La ciudadanía se ha portado con enorme virtud cívica, mientras que los pensadores han invertido su papel, han aumentado la angustia de la gente dejándose llevar por el remolino del dolor que la crisis esparce. Dolor mal repartido, tantas veces evitable, sin duda”.
Los periodistas trabajan en la actualidad, no son filósofos ni tampoco historiadores. Ésas son otras disciplinas de las que debe aprender el periodista, pero que no forman parte de sus capacidades. Sin embargo, el espíritu contracíclico que Gomá reclama para los pensadores, también debería interesar a los periodistas, formar parte de su mapa de deberes y riesgos.
La naturaleza del periodismo implica actuar como “piedra en el zapato” para limitar la comodidad del viandante, especialmente de los poderosos, para obligarles a parar, incluso a rectificar, previniendo así el riesgo de arbitrariedades y abusos. El general De Gaulle, irritado con las opiniones y la línea editorial de Le Monde y de su editor Beuve-Mery, a quien el propio general había encomendado la tarea de construir un diario de calidad tras liberar Francia y acabar la guerra, desdeñaba a su viejo amigo y calificaba su periódico como “el inmundo…, ese papelucho”. Concluía que los comentarios de Beuve-Mery ni siquiera significaban para el general “un cardo en su pantalón”. Pero el diario parisino construyó una reputación que duró décadas, más que la vida política de De Gaulle, ganó una clientela crítica, ilustrada y leal, que explica la “prensa de calidad”, la que genera “criterio editorial”, la que contribuye a que una democracia avance y sirva a los ciudadanos.
El periodismo no debe ser contrapoder formal, ni siquiera poder reconocido. El poder no forma parte de su naturaleza. Lo que constituye su carácter es actuar como vigilante, defensor y portavoz de los intereses de los ciudadanos, especialmente de los que tienen dificultades para expresar en público sus aspiraciones. De esta forma, el periodismo asume el papel que los anglosajones denominan de “perro guardián” de las libertades civiles, baluarte frente a la concentración de poderes, las corrupciones y los abusos. La concupiscencia con el poder, especialmente con el político, ofusca el periodismo, lo inmoviliza en una niebla espesa.