En los últimos años, numerosos autores de diversas disciplinas vienen insistiendo en la idea de que la crisis iniciada en 2008 ha certificado una mutación sustancial de las coordenadas políticas, sociales, económicas y culturales que habían prevalecido en las últimas décadas, al menos en el mundo occidental. De este modo, del papel central del Estado-nación como regulador y contrapoder de la economía de libre mercado se ha pasado a una crisis de identidad de dicho Estado y a la preponderancia de los mercados financieros. De las sociedades que aspiraban al pleno empleo a sociedades caracterizadas por el paro estructural y la precarización generalizada. Del sueño de la cohesión social de, por ejemplo, los padres del proyecto europeo, al aumento de una creciente brecha social entre ricos y pobres. Estados Unidos es el paradigma al que muchos países europeos empiezan a asemejarse. O, por citar otro aspecto, de la idea de ciudadanía parece haberse transitado a una “sociedad del hiperconsumo”, caracterizada por un alto nivel de fragmentación e individualización.
Todos estos aspectos no son repentinos. Se trata de mutaciones que han venido aderezándose a fuego lento –especialmente desde la década de los años setenta, tras la crisis del petróleo y el inicio de la última revolución tecnológica en el contexto de la globalización–, pero que en el marco de esta última crisis se han acelerado hasta desembocar en la configuración de un escenario con elementos verdaderamente nuevos y, hasta cierto punto, desconcertantes.
Para el sociólogo Zygmunt Bauman, todos estos procesos indican que, más que encontrarnos ante una mera “época de cambios”, asistimos de facto a un “cambio de época”. Como mínimo, estamos en un contexto de transición o de “interregno” entre dos épocas, en el que se detectan importantes discontinuidades respecto a lo que hacíamos y vivíamos y lo que hacemos y vivimos en la actualidad, pero en el que no existe la capacidad de vislumbrar las coordenadas de futuro.
Todas estas transformaciones también han desembocado en lo que viene siendo un lugar común entre numerosas voces de referencia: este cambio de época pone de relieve la ruptura de los “consensos” o “pactos sociales” característicos del período de después de la Segunda Guerra Mundial, al que muchos se han referido como “consenso keynesiano”. Dicho consenso, fundamentado en un pacto social entre capital y trabajo, posibilitó lo que los franceses denominaron como Les Trente Glorieuses, un período que abarcó desde la década de los años cuarenta hasta mediados de los años setenta y en el que el desarrollo social y económico del conjunto de países occidentales (si bien en España y en algunos países del sur de Europa llegaría más tarde) fue extraordinario. Tal y como se analizará, el contexto de globalización de las últimas décadas ha supuesto, precisamente, una inversión de las condiciones que posibilitaron este consenso. Una de ellas, quizás la más importante, es el hecho de lo que nuevamente Bauman ha denominado como el “divorcio entre poder y política”; es decir, el desplazamiento del poder hacia unas esferas financieras que operan en un plano global y la crisis de las instituciones representativas, atrapadas en un contexto todavía territorial o nacional: “Hoy tenemos un poder que se ha quitado de encima a la política y una política despojada de poder. El poder ya es global; la política sigue siendo lastimosamente local”.
El análisis de todos estos aspectos resulta crucial en un momento en el que el discurso de la “recuperación” vuelve a entonarse con mucha fuerza. Si aceptamos que las coordenadas y las reglas de juego han cambiado, y que el escenario que se dibuja, al menos a corto y medio plazo, es sustancialmente diferente, no podemos aceptar a la ligera un esquema que plantea el regreso al punto cero de la crisis, como si la economía consistiera en un ejercicio estrictamente técnico. Precisamente, la crisis ha puesto de relieve la dimensión claramente política de todo ello y la necesidad de repensar las respuestas a preguntas que son nuevas y que plantean dilemas políticos, sociales, económicos o éticos de una envergadura excepcional.