Hace casi dos décadas, allá por el año 1995, el Informe España de la Fundación Encuentro decía: “La solidaridad organizada está dejando de ser una actividad marginal que aminora las necesidades más perentorias de los más necesitados para convertirse en un interlocutor experimentado del poder legislativo y de las Administraciones Públicas en el diseño y gestión de las políticas sociales de toda Europa”. Sólo tres años después, en 1998, se afirmaba: “España continúa siendo anómala […] en un punto que, a nuestro entender, es especialmente significativo: el país en general no tiene una concepción de lo público como un ámbito de responsabilidad colectiva, ni tampoco dispone de una presencia fuerte, estructurada y responsable de lo que se ha venido denominando sociedad civil”.
En el Informe España 2006 se aportaba al debate el nuevo escenario de la sociedad relacional, contando con el binomio empresas y organizaciones no gubernamentales (ONG): “En un futuro no muy lejano la preocupación por la aportación que las empresas realizan a las ONGs dejará paso a la preocupación por las aportaciones que ambas realicen conjuntamente a la sociedad”. Este interés recíproco creciente, de un lado, del sector no lucrativo por las entidades que navegan en el mercado y, de otro, de las empresas por las entidades que se mueven en el campo no gubernamental, generaba unas expectativas que apuntaban a la definición de un nuevo contrato social. Un marco para el ejercicio de una ciudadanía responsable en todos los campos y por parte de todos los actores, incluidas las empresas.
Este modo de entender la sociedad estaba, además, acompañado por quienes postulaban la necesidad de una ciudadanía empresarial que tuviera un mayor compromiso con el bienestar de la propia sociedad y con las cosas comunes. La mera búsqueda de beneficio no debía ser el único objetivo; la dimensión social y la medioambiental de la empresa también contaban. Las memorias de sostenibilidad de distintos tipos de entidades mostraban un cambio. La responsabilidad social corporativa, impulsada por una exigencia y una concienciación cada vez mayor de los consumidores, estimulaba unas inercias que parecen haberse silenciado por el peso de la pérdida de puestos de trabajo, el cierre de buena parte del tejido empresarial y la tragedia del incremento del desempleo como nunca antes, en tiempos de la democracia española, se había producido.
La crisis –esa señora que tiene muchos rostros, pero sin domicilio fijo donde enviarle las reclamaciones y los requerimientos para que se explique y nos aclare a quién o a quiénes pedir cuentas– nos ha llevado a un escenario distinto. Las inercias que parecían conducirnos a la tierra prometida de la senda del éxito y de la abundancia ahora se han transmutado. Nos encontramos en un contexto inesperado e indeseado. Esa crisis que tenía unas primeras formas estrictamente económicas –y que durante un tiempo se insistió en su origen internacional– ha mostrado “otras crisis” de nuestra sociedad. Se ha roto la inercia del crecimiento que había puesto a España entre las grandes potencias económicas mundiales. Ha explotado la burbuja inmobiliaria y son palpables las debilidades de nuestra economía, de nuestro modelo de sociedad y, posiblemente, de nuestro sistema político.
La crisis también afecta a todas las organizaciones que forman el heterogéneo conglomerado del Tercer Sector. Pero lo hace de modos muy dispares. Posiblemente perjudica más a aquellas que consiguieron alcanzar un estatus de mayor volumen de actividad y de gestión de recursos procedentes de las Administraciones Públicas. Para otras, la crisis no ha supuesto ninguna novedad. Su estado natural es así. Nunca han tenido financiación estable. Se mantienen porque sus formas de gestión y de acción no van más allá del entorno de las personas que son parte de la organización. Son entidades que sobreviven, desde su origen, sorteando permanentes crisis derivadas de su insuficiencia económica. Otras se mantienen estables porque cuentan con recursos propios que no se han visto afectados por los efectos de esta crisis, bien sea porque no reciben fondos de las Administraciones Públicas, bien porque sus patronos o asociados no han recortado las aportaciones que les permiten llevar a cabo sus actividades.
La crisis que arrancó en 2008 todavía no ha llegado a su fin. Con ella van produciéndose una serie de cambios y transformaciones que no está claro hacia dónde nos llevan. Quienes tienen una visión cíclica de la vida entienden que estamos en un período de vacas flacas y que la tormenta terminará dando paso a la calma. Posiblemente sea así, aunque nadie tiene ni puede dar una fecha sobre cuándo sucederá. Lo cierto es que estamos en una fase que rompe con la expansión y el desarrollo basado en unas lógicas de opulencia y satisfacción, parafraseando a J. K. Galbraith, y nos adentramos en otra de austeridad y de temor. En poco tiempo se ha pasado de vivir en una sociedad opulenta para algunos –donde a una parte de la sociedad parecía que le sobraba el dinero –, con unas formas de vida que en nada se parecían a las de nuestros abuelos, a sufrir una regresión hacia modos y formas de tiempos pasados. El miedo y la incertidumbre se adueñan del imaginario individual y colectivo.
Las propias entidades sociales se encuentran atrapadas entre la necesidad de adaptarse a las circunstancias y su capacidad para ser protagonistas de la transformación social que toda crisis apunta. Si estamos en una etapa febril, con unas temperaturas que muestran un problema de salud del sector, hace falta saber cuáles son las causas y ofrecer un diagnóstico para proponer terapias con las que recuperar la “salud”. Por el tiempo que ha transcurrido, no estamos ante un simple catarro.