El escritor británico Gilbert Keith Chesterton decía que la intolerancia se podía definir como la indignación de quienes no tienen opiniones. Antonio Machado, por su parte, consideraba que es propio de cabezas medianas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. Uno y otro tenían razón.
Según el diccionario académico, intolerancia –del latín intolerantĭa (“insolencia”)– es la falta de tolerancia, esto es, la falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.
Se supone que en una sociedad democrática debe prevalecer el pluralismo como un valor destacado, un valor que implica la facultad de aceptar las diferencias de culturas, creencias, costumbres e ideas de aquellos con quienes convivimos sin exigir ninguna renuncia a sus principios. Los derechos fundamentales de cada cual deben ser respetados para que la convivencia democrática discurra por cauces de tolerancia. No obstante, esto no siempre es así y la intolerancia se ha instalado en la sociedad y las actitudes irrespetuosas e insultantes hacia las opiniones de los demás están a la orden del día. Estas actitudes se extienden por todos los ámbitos de las relaciones humanas. El sexismo, la homofobia, el racismo, la intolerancia religiosa o la intolerancia política son formas comunes de una práctica que entiende que pensar, ser, creer o actuar de modo distinto equivale a no tener razón y, por tanto, el individuo y sus ideas pueden ser menospreciados e insultados sin la menor consideración al libre juego del pensamiento y al derecho a la coexistencia sobre la mutua destrucción.
No todo el mundo tiene por qué pensar y actuar de igual manera. El llamado pensamientoúnico es una auténtica aberración que pretende imponer un modelo que todos deben aceptar y ante el cual no cabe objeción de conciencia alguna. En la diversidad está la riqueza, pero esa diversidad debe ser respetada y tolerada sin reservas y los medios de comunicación –algunos medios de comunicación– deberían ser especialmente cuidadosos con esto, porque son hacedores de opinión y no deberían actuar como plataforma para intereses que se sirven de ellos para la mentira, la calumnia, el insulto y la descalificación de quienes no están de acuerdo con sus ideas.
La tolerancia es un acto de racionalidad, porque implica un esfuerzo de la voluntad para aceptar al adversario, aunque sus posturas ideológicas o sus creencias estén alejadas. En la política, en nuestra política, se utiliza con demasiada frecuencia el recurso del insulto, la descalificación y la mentira. No importa el método empleado si con ello se consigue desacreditar al contrario. No importa que la verdad se haya convertido en una rara avis. No importa si la actitud es claramente intolerante. No importa nada de eso. Lo único que importa en política es ganar. Ésa es, desgraciadamente, la percepción que la mayoría de los ciudadanos tienen de la política y por eso cada vez se alejan más de los políticos, a los que ven como un problema según se refleja en los sondeos de opinión.
La tolerancia política es esencial para la convivencia democrática, lo que supone que la ciudadanía tiene todo el derecho a expresar su descontento mediante los mecanismos que las leyes le conceden, esto es, con el empleo de instrumentos de presión como las manifestaciones y las huelgas, protestas cívicas que son el testimonio de una oposición crítica con el poder, pero consecuente y constructiva.