En un artículo publicado en el diario El País titulado “No digan recortes, llámenlo amor” (5 de marzo de 2012), Amanda Mars, la autora, escribe: “Circunloquios, perífrasis, rodeos, ambigüedades, tecnicismos ininteligibles, anglicismos innecesarios… Es viejo como el poder o la seducción. El uso persuasivo del lenguaje forma parte del discurso público desde que éste existe y se mueve en esa delicada frontera entre el maquillaje y la máscara. Pero el uso de los eufemismos se intensifica en tiempos de crisis, esas épocas de malas noticias y su abuso puede rayar en lo cómico o lo grotesco”. En el mismo artículo, la autora recoge unas palabras de Antón Costas, catedrático de Economía y Políticas Públicas de la Universidad de Barcelona, quien considera que los eufemismos tienen la función, “que no virtud, de anestesiar”, y que a partir de ahí “se puede abusar de ellos de forma cínica, grosera e incluso perversa”. Sin embargo, el lenguaje eufemístico “debe tener cuidado porque esas palabras pueden adormecer un tiempo, pero cuando el enfermo se despierte y vea lo que ha pasado puede dar un manotazo”, añade.
Darío Villanueva, secretario general de la RAE, recuerda que durante el franquismo también se usaban los eufemismos. “Democracia, por ejemplo, –cuenta el académico en el citado artículo– era una palabra tabú, pero con el tiempo se pudo empezar a utilizar y se decía que el régimen era una democracia orgánica; la no orgánica era la mala. Las huelgas eran conflictos laborales y los partidos políticos, asociaciones”.
“Cada época –escribe la periodista– tiene sus palabras fetiches, como cuando los albores de esta crisis no eran más que una “desaceleración” económica”, como manifestaban algunos dirigentes políticos. “Y la burbuja inmobiliaria –añade– sólo iba a protagonizar “un aterrizaje suave de los precios”, por usar las palabras de algunos promotores”.
Los eufemismos son, pues, las armas con las cuales se libra una batalla para moldear una sociedad en la que cada campo de la actividad humana está siendo invadido por figuras retóricas y hablas burocratizadas en las que lo único que importa es el nombre que se da a las cosas para que parezca que no son lo que en realidad son.
La política y la economía se prestan al uso de eufemismos y siempre con una intención clara: intentar camuflar o edulcorar la realidad, como llamar cambio de ponderación a la subida del IVA.
El discurso político suele estar viciado por determinadas alteraciones lingüísticas –empleo de polisílabos extenuantes, extranjerismos, neologismos innecesarios, perífrasis harto rebuscadas, pleonasmos y otras lindezas idiomáticas– que buscan darle un matiz de erudita locuacidad que cuesta trabajo entender. En esa selva de palabras, los eufemismos cobran especial relieve en aquellas exposiciones en las que se busca alterar conscientemente la realidad de los hechos –o las ideologías– y presentarla con denominaciones oportunamente escogidas. El recurso del eufemismo hace que la verdad quede estigmatizada por el uso de significantes de contenido semántico que se prestan a interpretaciones diversas y no siempre ajustadas a la claridad, como convendría al ejercicio de la función pública. En el transcurso de una intervención ante los medios de comunicación, un responsable político dijo que nuestro país abordaría la entrada en el año 2012 con una “tasa de crecimiento negativo” que determinaría el perfil en el que nos adentraríamos, el cual sería “relativamente desacelerado”. Como se ve, lo que quiso decir es difícilmente deducible del lenguaje con que fue expresado.
Los tecnicismos son unos excelente aliados de los eufemismos, quizás de los más efectivos, porque el oyente, es decir, el ciudadano de a pie, no siempre conoce –ni tiene por qué conocerlo– el significado jergal de la terminología empleada. El mundo financiero está lleno de tales manifestaciones.
A veces, es la expresión que se pretende suavizar la que resulta inapropiada, por ejemplo, cuando en los medios se lee o se escucha inmigrantes irregulares o ilegales en lugar de indocumentados o, sencillamente, sin papeles, si no se quiere alargar la frase y evitar decir que carecen de permiso de residencia. Así, cuando las autoridades locales de un determinado ayuntamiento deciden que no empadronarán a los “inmigrantes irregulares” o que “[…] así llega al país una silenciosa y cada vez más numerosa ola de inmigrantes chinos ilegales […]” (Diario La Nación, Buenos Aires), ¿qué quieren decir estas informaciones, ¿que dicho ayuntamiento no empadronará a aquellos inmigrantes que presenten irregularidades en su conformación física y que los chinos que llegan a Argentina no reúnen las condiciones pertinentes para ser chinos? ¿Es eso lo que significan esos adjetivos? Obviamente, no, pero eso es en realidad lo que están diciendo. Al margen de que ningún ser humano es ilegal, en ambos casos se trata de un verdadero disparate.
En resumen, los eufemismos, cuando no sirven para limar realmente posibles asperezas de la lengua son –a nuestro entender– máscaras lingüísticas que buscan vestir las cosas y los hechos con ropajes léxicos pretenciosos y maquillaje aparente para que parezcan que son lo que no son. Pero, como reza el dicho, aunque la mona se vista de seda…
En el cuadro 1 hemos recogido una serie de eufemismos empleados en política, en economía, en la guerra, en la empresa e incluso en el habla del día a día.