Según el diccionario académico, un eufemismo es la “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”, una definición bastante eufemística porque la “recta y franca expresión” de las cosas no siempre es “dura y malsonante”, sino que a veces ocurre lo contrario, esto es, que la pretensión de enmascarar la realidad de las cosas con locuciones que no responden a su justo sentido da como resultado algo que puede que no sea “duro y malsonante”, pero sí que atenta contra la dignidad o la inteligencia de las personas, porque en nada se corresponde con el concepto que de la realidad se tiene. Es cierto que en ocasiones es más apropiado –y elegante– evitar determinadas formas de expresión, bien por su dureza, bien por razones de buen gusto, bien por cualquier otro porqué justificado, pero no por ello se ha de renunciar por sistema a expresar las cosas de manera clara, sin rebozo ni lisonja, con juicios y proposiciones diáfanas. La verdad siempre se entiende; los tortuosos senderos dialécticos a los que a veces se recurre para disimularla no siempre son acertados.
Más ajustada parece la definición que da María Moliner: “Expresión con que se sustituye otra que se considera demasiado violenta, grosera, malsonante o proscrita por algún motivo”, porque, según veremos, los eufemismos son algo más que una manifestación suave y decorosa de ideas.
¿Suponen los eufemismos una corrupción del lenguaje? Cuando el resultado que se persigue es desfigurar la verdad –que es lo habitual–, sí, son una corrupción del lenguaje. La historia está llena de ejemplos y sólo hay que acudir a las hemerotecas. En casos muy contados, por fortuna, esa corrupción llega a tales límites de ruda vileza que denigra a la propia especie humana. Tal vez el más hiriente y perverso sea el de la expresión alemana Endlösung der Judenfrage (“Solución final del problema judío”), que no quería decir más que exterminio del pueblo judío.
El uso de los eufemismos parece haberse convertido en una especie de deporte lingüístico de moda, en el que las formaciones políticas y sociales han encontrado un terreno abonado para disimular, por ejemplo, fracasos o incumplimientos de promesas o para disfrazar, de manera tramposa, algo que se planea llevar a cabo pero que, por razones electoralistas o de credibilidad, interesa presentar de manera edulcorada en lugar de hacerlo con las palabras de la verdad. ¿Hay alguna relación de reciprocidad entre el eufemismo y la mentira? Puede que no siempre, pero hay casos de flagrante evidencia.
Las palabras son inocentes, pero su transmutación no siempre se hace con inocencia. Su empleo en uno u otro sentido está lleno de connotaciones. Con la cacareada corrección política –un extraño protocolo de cortesía para no tener que llamar a las cosas por su nombre– se alcanza un grado de hipersensibilidad que desdibuja la realidad y la convierte en un huerto de eufemismos que en ocasiones llegan a resultar cómicos. Las palabras hay que asumirlas con naturalidad, sin disfraces, sin miedo. La libertad conquistada después de tantos siglos de lucha está conduciendo, paradójicamente, a una situación en la que las ideas no se pueden expresar del modo que conviene a la verdad. La mentada corrección política ata al ser humano y lo priva de la libertad de decir lo que siente y piensa con las palabras con las que lo siente y lo piensa.
Para Bernardino M. Hernando, citado por Susana Guerrero Salazar y Emilio Alejandro Núñez Cabezas, los fines del eufemismo son cuatro:
- Disfrazar lo feo de bonito o neutro.
- Disfrazar lo fácil de complicado.
- Disfrazar la vacuidad de palabrería.
- Disfrazar lo concreto de vaguedades.
En el cuadro 1 hemos recogido una serie de eufemismos empleados en política, en economía, en la guerra, en la empresa e incluso en el habla del día a día.