The Economist publicó hace unos meses un artículo en el que hacía referencia a lo que se denominaba la “tercera revolución industrial”. Si la primera fue la que surgió a finales del siglo XVIII-principios del siglo XIX, tras la irrupción de la máquina de vapor y la generación de la factoría como espacio productivo, y la segunda la que se consolidó tras la rápida incorporación de los procesos tayloristas, que implicaron la producción en línea y la difusión del fordismo como estructura productiva de masas, la tercera sería la que está emergiendo tras la incorporación de Internet y la tecnología digital a los espacios productivos. Cada proceso de transformación tecnológica coincidió e interactuó con procesos de cambio profundo en las estructuras sociales y de gobierno. La primera revolución industrial impulsó y se vio rodeada de los grandes cambios que hicieron tambalear y caer a los Estados absolutos, liberalizando las estructuras gubernamentales y poniendo las bases de la sociedad contemporánea de clases. La revolución fordista supuso que grandes masas de la población pudieron acceder a bienes de consumo hasta entonces sólo al alcance de unos pocos, y en el terreno político implicó la democratización de las estructuras de gobierno, con el surgimiento de partidos de masas, organizaciones sindicales y la progresiva emergencia de derechos sociales. Precisamente, en la esfera de las Administraciones Públicas, esas transformaciones supusieron la estandarización de procesos, la continuidad de los servidores públicos y el afianzamiento de los sistema burocráticos frente al tradicional clientelismo de los regímenes absolutistas y autoritarios.
Ahora está en marcha un nuevo cambio estructural de fondo en los procesos productivos. Si Internet ha impulsado al límite el mercado financiero global y la ya mencionada lógica “casino” en los movimentos bursátiles, y en los de créditos y de divisas, lo que está emergiendo en este momento es su gran impacto en las lógicas y mecanismos productivos. La creciente capacidad y versatilidad de las impresoras de tres dimensiones, junto con la mayor disponibilidad en el acceso a las bases digitales necesarias, fruto de los avances en código abierto y del trabajo compartido, hacen suponer –como adelantaba el semanario económico británico ya mencionado– que estamos a las puertas de un profundo proceso de restructuración productiva. Este cambio implicará una gran descentralización y autonomía en todo aquello que hasta ahora exigía la existencia de estructuras de intermediación tan significativas como las grandes empresas de producción y transformación. Hasta ahora se ha producido un proceso de deslocalización de los países tradicionalmente industrializados hacia otros emergentes, aprovechando las mejoras en la automatización de procesos y la reducción de los costes de transporte. A lo que asistimos actualmente es a la liquidación de la necesidad de contar con esas estructuras fordistas.
Pero estas transformaciones no afectan lógicamente sólo a los espacios más específicamente productivos, sino también a cualquier otro ámbito o esfera que se asiente sobre la lógica de la intermediación. Internet permite y facilita enormemente poder hacer y acceder directamente a bienes y servicios que antes exigían el paso obligatorio por un espacio que agrupaba recursos, los procesaba-ordenaba-almacenaba y los facilitaba a los usuarios: agencias de viaje, bibliotecas, periódicos, editoriales, universidades, partidos políticos o sindicatos. Es evidente que la esfera política no está quedando al margen de esos cambios, y esto empieza a notarse de manera clara.
En los últimos años, el cambio más evidente se ha producido en los mecanismos de comunicación e información. Es sabido que los medios de comunicación influyen muy significativamente en las pautas de conformación de la opinión pública y en los procesos de construcción de legitimidad política. Son innumerables los trabajos realizados al respecto sobre prensa y política, como son constantes las referencias al uso que hicieron Roosevelt o Goebbels de la radio, o sobre la revolución que significó la aparición de la televisión en el debate político, con el clásico ejemplo del debate Nixon-Kennedy. ¿Qué se puede decir de lo que está ya implicando Internet y sus tremendos impactos y modificaciones en las relaciones sociales de todo tipo? Estamos en plena eclosión del tema y hemos ido observando y sintiendo la creciente significación del cambio, desde la campaña de Obama, la reacción ante los atentados en Madrid del 11 de marzo de 2004 y los intentos de manipulación del gobierno, o las nuevas formas de socialización y movilización política de Facebook o de Twitter con ejemplos recientes en el norte de Africa (“Primavera Árabe”), en España (15M), Estados Unidos (Occupy Wall Street) o México (“Yo soy 132”).
Lo que empezó siendo visto como un mero instrumento de comunicación, más rápida, ágil y universal, se ha ido convirtiendo en la base tecnólogica de una gran transformación social, productiva y también política. Como en ocasiones anteriores a las que ya hemos hecho referencia, se han mezclado cambios culturales, con mejoras en los procesos educativos a escala global y con la aparición y difusión de una tecnología de gran impacto, que modifica procesos y espacios de intermediación. Todo esto implica cambios en las estructuras de poder. Y, lógicamente, alteraciones en el sistema de élites.
Vamos a centrar nuestra atención en las derivadas políticas de todo ello, partiendo de la idea de que no creemos que se pueda hablar seriamente de renovación de la política en este inicio de siglo sin referirnos a Internet y sus efectos en la gobernanza colectiva.