Hoy en día, la empresa constituye el más importante motor de cambio y progreso en las sociedades capitalistas avanzadas, hasta el punto de que muchas de las funciones que el Estado había desempeñado tradicionalmente están empezando a ser asumidas por las compañías privadas. Las empresas son actores básicos de un orden económico y social que se tambalea por las enormes diferencias entre quienes tienen un empleo estable y bien remunerado y quienes sufren los vaivenes de los ciclos, entre los ciudadanos que disfrutan de libertad y democracia y otros que sufren bajo el yugo de la pobreza y la tiranía. No es pues extraño que la empresa, como institución básica de creación y distribución de riqueza, esté siendo emplazada a reducir esas brechas que amenazan su propia supervivencia.
La presión para que la empresa asuma nuevos desafíos ha sido alimentada por la desorientación que la metamorfosis del mundo está causando desde la década de los años ochenta, no sólo por dos decenios de conflictos por los precios del petróleo, crisis económicas y fracasos varios, sino sobre todo por el fracaso de algunas ideologías diseñadas como experimentos de cambio social, que ha arrastrado consigo el final del sueño de muchas utopías. El dogma de un camino ideal a través del Estado parecía haber sido arrinconado por la historia. La orfandad de pautas utópicas de referencia, de nuevos proyectos de cambio político, económico y social, ha convertido a la empresa en la institución clave de la sociedad a finales del siglo XX.
Por supuesto, la dinámica económica en las sociedades desarrolladas implica el concurso de instituciones diversas, tanto públicas como privadas (sean organizaciones sin ánimo de lucro o economías domésticas). Pero, la empresa constituye un agente principal en el momento de recesión que vive la economía española desde 2008. La incapacidad de las Administraciones Públicas y de otros agentes sociales y económicos para recuperar y relanzar el sistema económico nacional e internacional ha puesto los ojos de todos los actores en el comportamiento de las empresas y sus dirigentes, confiando a su espíritu emprendedor, a su asunción de riesgos con la inversión y a la ética de su conducta, la creación de un futuro mejor que el gasto público parece ya incapaz de asegurar.
Esta redefinición del contrato social que regula el juego empresarial dentro de las sociedades avanzadas entronca con las profundas transformaciones que las empresas y su entorno han experimentado durante las últimas décadas. La dirección del cambio ha desencadenado expectativas crecientes para el desempeño de los dirigentes, que deben conjugar las demandas de creación de valor emanadas de la propiedad y de los inversores con las esperanzas que depositan en ellas otros grupos de interés. La economía moderna es un sistema de organizaciones que desempeñan los roles esenciales para la organización de la producción y la satisfacción de las necesidades económicas y sociales. Algún autor llegó a hablar del “culto a la empresa”, de la empresomanía que parecía haberse apoderado de todos los ámbitos sociales, y que se manifestaba en la fascinación que despierta (frente al temor, cuando no odio, que despertaba en amplios grupos en tiempos no muy distantes) y en la centralidad de la información, sobre todo lo que huele a negocio, dinero y finanzas, arrinconando viejos debates hoy olvidados como la disputa entre nacionalización o privatización.
Así, no sorprende que se le atribuya a la empresa la responsabilidad para remediar todos los males de nuestra sociedad, como si a través de ella pudieran enfrentarse y resolverse todos los desafíos y contradicciones que las sociedades capitalistas avanzadas encierran. Peter Drucker, según Harvard Business Review el teórico de la gestión empresarial más importante de nuestro tiempo, se preguntaba: “¿Quién más hay que pueda cuidar de la sociedad, sus problemas y sus males? Estas organizaciones colectivamente son la sociedad […]. El rendimiento económico no es la única responsabilidad de una empresa, como tampoco el rendimiento académico es la única responsabilidad de una escuela ni los resultados en atención sanitaria la única responsabilidad de un hospital. El poder debe equilibrarse siempre con la responsabilidad; de lo contrario es tiranía, pero además, sin responsabilidad el poder también degenera en falta de resultados, y las organizaciones tienen poder, aunque sólo sea poder social”.