En la cultura, la ciencia y el arte siempre ha habido voces que se han levantado contra el uso pernicioso y artero del lenguaje. En marzo de 2006, el diario El País publicó en la sección de cultura un artículo en el que cinco estudiosos, cuyas herramientas son las palabras, muestran su rechazo al saqueo al que es sometido el lenguaje en la política y en la información. Juan Antonio González Iglesias, profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca, considera que el lenguaje es fundamental en la vida política y que por esa misma razón está “obligado a ser riguroso y respetuoso”. En el mismo artículo, el escritor y profesor de literatura Luis Landero dice que existe un extenso repertorio de sustantivos y adjetivos que han sido hurtados al idioma para dar origen a “un campo semántico donde las palabras se relacionan y suelen emparentar de manera inadecuada” y añade que la perversión del lenguaje “puede matar”. Por su parte, el filósofo Eugenio Trías rechaza a los que hacen uso de la retórica llena de agravios, un hecho que atribuye a una “falta de cultura y a una utilización banal de términos que tienen un sentido preciso en su contexto, pero que fuera de él lo único que denota son carencias culturales y de educación básicas”. Claudio Guillén, escritor y académico, reflexiona sobre el deterioro de los conceptos fundamentales que está teniendo lugar en estos tiempos. “Es lo que un chulo llamaba la poligamia de las palabras –dice–. Chulería que se explaya en el debate de los partidos políticos”. A la escritora y también académica Ana María Matute, el progresivo deterioro a que está sometido el lenguaje le causa “tristeza” porque muestra “la poca importancia que se da al uso de las palabras”.
Esas palabras a las que se refiere la autora de Olvidado Rey Gudú están en un claro desamparo y a merced de los depredadores del lenguaje, de los que intoxican, desnaturalizan o se sirven de él para revestirlo de sentidos equívocos, cuando no de rudeza y violencia, con objeto de subvertir conciencias y encaminarlas por infames senderos de vileza. Las páginas de la historia están llenas de ejemplos, muchos de ellos demasiado cercanos en el tiempo.
El aislamiento del diálogo y la prevalencia de la polémica sobre la racionalidad del discurso llevan indefectiblemente a la corrupción del lenguaje público. Cuando eso ocurre, el respeto que se debe a las personas y a las instituciones queda en un segundo plano, solapado por la intemperancia nacida de las palabras empleadas con sentido inconveniente.
Da la sensación de que en nuestro país, de un tiempo acá, se ha instalado una especie de incontinencia verbal que afecta a todos los niveles de lo público. Puede que se trate de un fenómeno pasajero e incluso de nuestra particular manera de entender la política. Puede. Pero si no es así, si arraiga y el fenómeno persiste, le estaremos haciendo un flaco favor a la democracia.
La radicalización de los partidos, la gravísima crisis económica y la consiguiente desconfianza hacia los bancos y los mercados son el origen de una lucha dialéctica cruel y despiadada que deforma el lenguaje y lo corrompe hasta límites insospechados hace apenas dos o tres años. Ésa es la realidad actual y ante esa situación hay que reaccionar. Para ello, lo mejor es analizar la situación y después buscar posibles soluciones.
Un ejemplo cercano: la actuación de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional en el asunto de salvaguarda de la solvencia del sistema bancario y financiero de España. Sin entrar a valorar quiénes tienen razón y quiénes no, lo cierto es que en los medios de comunicación se ha desatado una tormenta mediática propiciada precisamente por la intervención de los responsables políticos, incapaces de usar un mismo lenguaje para referirse a un mismo problema. Lo que para unos es un préstamo a la banca, para otros es un rescate; unos se empeñan en dulcificar la realidad, mientras otros cargan las tintas; algunos lo consideran una actuación concreta para un problema concreto y otros lo entienden como el prolegómeno para una intervención completa del país. En suma, la actuación de los portavoces y la discrepancia terminológica están enrareciendo la situación política, ya de por sí bastante grave, pero no irreversible, si los esfuerzos se aúnan y prima el lenguaje de la razón sobre el de las diferencias partidistas.