Llevamos meses atrapados en lo que hemos denominado “la crisis”. En España, y a pesar de numerosas señales que apuntaban a un cambio de ciclo, el inicio oficial de la fase de emergencia fue el 12 de mayo de 2010. En aquella fecha, el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, compareció ante el pleno de las Cortes para anunciar con tono grave y solemne un conjunto de medidas que iban a suponer una reducción de 15.000 millones de euros en los Presupuestos del Estado, que conllevaba recortes en prestaciones, la congelación de las pensiones y otras medidas de ahorro. Aquella comparecencia, calificada por la prensa de entonces como “dos minutos que cambiaron a España”, no fueron más que el anticipo de los dos largos años que llevamos de continuos ajustes, recortes y dramáticas apelaciones a “necesidades históricas” y urgencias perentorias.
Las elecciones del 20 de noviembre de 2011, que supusieron un total cambio en la dirección política del país, tras la holgada mayoría absoluta obtenida por el Partido Popular, no modificaron la situación. El gobierno presidido por Mariano Rajoy no ha hecho sino proseguir y aumentar drásticamente la tendencia restrictiva del gasto público, teniendo además que asumir con dinero público la fortísima crisis del sistema financiero español. Hoy, los españoles miran con resignación y creciente desafección hacia el sistema político, una sucesión continua de decisiones que afectan notablemente a sus condiciones de vida, y que son tomadas desde esferas, órganos y autoridades que no tienen nada que ver con la soberanía popular consagrada en la Constitución. Nuestras instituciones representativas las han ido asumiendo con el argumento que no hay otra alternativa posible.
La excepcionalidad de todo ello encuentra su fundamento en la gravedad de la crisis y la promesa de que los sacrificios que se hacen encontrarán su recompensa una vez superada la coyuntura negativa. En estas reflexiones argumentaremos que los cambios no son coyunturales, sino estructurales, y que el diagnóstico de “crisis” no resulta apropiado si, como defenderemos, lo que estamos atravesando es un interregno entre la vieja y la nueva época. No se trata, por tanto, de “hacer lo mismo con menos”, sino de repensar lo que hacíamos y cómo lo hacíamos.
Vivimos en pleno cambio de época. La discontinuidad sustancial de muchas de nuestras formas habituales de trabajar, convivir y relacionarnos así lo atestigua. Es algo más que una crisis pasajera. Nos han cambiado las pautas de trabajo y de vida. Nos comunicamos, informamos y actuamos cada vez más desde otras plataformas y medios. Las estructuras familiares se han visto profundamente sacudidas. Ha crecido la heterogeneidad de nuestros barrios y pueblos. Muchas de las cuestiones que nos afectan en la continuidad de nuestros trabajos, en el mantenimiento de nuestros salarios o en el nivel de nuestras hipotecas dependen de decisiones y situaciones que no sabemos a ciencia cierta a quién atribuir. El sistema político, con sus instituciones, sus representantes y todo un entramado de personas y grupos que lo pueblan, no parece ser capaz de asumir las responsabilidades de todo lo que acontece. Pero, a pesar de ello, prosigue con la misma lógica partidista y de permanencia-reemplazo en el poder como si nada hubiera cambiado.
En efecto, estamos en una sociedad y en una economía más abiertas, más interrelacionadas globalmente, con constantes interferencias a escala transestatal, y con nuevos mecanismos para intervenir e interactuar. Pero la política sigue siendo un coto cerrado para especialistas. Como si en las instituciones que dicen representar al pueblo se exhibiera un cartel con el lema de “acceso restringido”. Y es en ese contexto cuando el debate sobre el futuro de la democracia recobra nuevos sentidos. La idea de una democracia limitada al puro mecanismo de selección de élites de gobierno, por importante que sea, choca con decisiones tomadas fuera de los mecanismos representativos, y no logra mantener la lógica inclusiva que prometía el ideal de justicia social y de igualdad que figura en su código genético. En un mundo en transformación, con notables interrogantes sobre la posibilidad de mantener el ritmo y el estilo de desarrollo, la democracia aparece como una promesa de política compartida, que permita debates abiertos, donde se construyan ideales y visiones también compartidos. Un espacio en el que todos y cada uno puedan intervenir. Si estamos cambiando de época, si no estamos atravesando una “crisis”, convendría poder hablar de lo que quiere decir hoy ciudadanía, inclusión social, o de una concepción del desarrollo que permita una nueva relación con la naturaleza. En definitiva, discutir qué tipo de sociedad queremos.