Saludamos con satisfacción la presencia en la opinión pública española de imperativos de gran difusión, como “indignaos”, “reacciona” y “democracia real ya”. Encajan perfectamente dentro de nuestra reflexión sobre el actual enfrentamiento radical de los partidos políticos. Porque tenemos la sensación de haber perdido el respeto al tuétano de la palabra, que expresa la grandeza humana en su totalidad.
Tengo para mí, que una de las tareas más urgentes para superar esta crisis política debería dedicarse a la rehabilitación de la palabra en el sentido más auténtico de Antonio Machado. “Con la palabra se hace música, pintura y mil cosas más; pero sobre todo se habla. He aquí una verdad de Perogrullo que comenzábamos a olvidar” (A. Machado, El Simbolismo). La gran paradoja de nuestra cultura cosmopolita es el contraste existente entre el desarrollo espectacular de la comunicación cibernética y la situación agónica de la incomunicación existencial. Hemos conseguido casi anular la distancia física entre los seres humanos y entre las culturas. Y, sin embargo, para lograr que se nos entienda tenemos que recurrir a gestos de fuerza o de presión, inhumanos que poco o nada tienen que ver con la palabra. El recurso a la manifestación en la plaza pública es legítimo y fácil, pero no es precisamente el medio natural del diálogo verbal. Para rehabilitar la palabra hay que restituirla a su vocación dialógica.
Debería aterrarnos este ocaso del diálogo. Ya no existe de verdad en la familia, ni en la escuela; y da la impresión que ni siquiera se le echa de menos en el parlamento, que debiera ser el templo del diálogo. En una época caracterizada por el deseo general de vivir en democracia, escasea el espíritu de la viva comunicación. Es posible que se intente cubrir esta penuria con formas espectaculares de tertulias gesticulantes o con la saturación de un tráfico ingente de noticias y de mensajes descontextualizados en los que no llega a latir el impulso profundo de lo humano.
Tampoco nos sirve la polémica. Ya nos avisó M. de Unamuno que “la dialéctica carece de eficacia y de valor entre la gente española, que no sabe ni quiere saber, y si discute y disputa mucho, dialogar –lo que se llama diálogo- muy poco”. Aquí se discute o se charla sobre la superficie de los acontecimientos. No hay término medio. La polémica asfixia habitualmente el espíritu del diálogo. Los dos grandes partidos parecen dejarse dominar por el discurso de la descalificación. No se trata de ser políglotas, sino mantener el sentido común de la pertenencia. Añoramos el pentecostés de los políticos.
Ha llegado el momento de pensar seriamente en nuestro futuro. Y para eso hay que superar los límites de lo “posible”. Tenemos que hacer realidad mañana muchos imposibles de hoy. Se han ensanchado espectacularmente las posibilidades de participación no presencial y por lo mismo de movilización ciudadana. El movimiento del 15-M triunfará si consigue rehabilitar la palabra sin gestos de violencia ni gesticulaciones huecas. Este es el momento de mantenernos en el cauce de la libertad de expresión que cree en la fuerza de la razón y prescinde de cualquier gesto amenazador. En el alba de siglo y de milenio la palabra dialógica es el instrumento imprescindible para responder a las nuevas generaciones y romper con la desidia de la rutina. Para este cambio, necesitamos conocer lo más profundo de la realidad. Aquí reside la verdadera rehabilitación de la palabra, cuando el diálogo enfoca el puerto real del futuro.