Continuamos con las experiencias de los estudiantes que se encuentran realizando las prácticas profesionales remuneradas lanzadas por la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos del Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones (IUEM) de la Universidad Comillas con el apoyo de INDITEX, dirigidas a alumnos del Máster Universitario en Cooperación Internacional al Desarrollo y del Master Universitario en Migraciones Internacionales del IUEM. En esta nueva entrada del blog Andrea Andreu comparte con nosotros sus reflexiones acerca del trabajo que realiza en el Servicio Jesuita a Refugiados (SJR) en Camerún, ¡no te lo pierdas!
“Hay gente, que con solo dar la mano rompe la soledad, pone la mesa, sirve el puchero, coloca las guirnaldas» Hamlet Lima Quintana
Desde que empecé mi experiencia como becaria en el Servicio Jesuita de Atención al Refugiado intento escribir un artículo sin encontrar el tema, he estado esperando encontrar una buena historia que contar, una historia emotiva sobre el trabajo que la organización realiza, cuando en casi todas las ocasiones las personas con las que trabajo me aportan más de lo que yo les puedo aportar a ellos.
En el número pasado de un periódico interno de la organización, los refugiados apoyados por el JRS contaban como han sido ayudados. Una vez en una identificación de las personas que iban a participar en nuestro proyecto un hombre me dijo que estaba cansado de inscribirse en listas de las organizaciones no gubernamentales sin que la ayuda llegara jamás, mi miró a los ojos y exclamó “vosotros por lo menos ganáis algo, es vuestro trabajo pero nosotros no ganamos nada con esto”.
Su desesperación me marcó profundamente y empecé a reflexionar sobre las cosas que yo gano con este trabajo y descubrí que la mayoría de cosas no se encuentran en la lógica económica, si bien esta tiene su lugar y fue así que decidí contar también mi historia de cómo los refugiados me han ayudado a mí.
Trabajar todos los días con personas que viven en los márgenes de nuestras concepciones de estados-nación y de nacionalidades nos hace comprender hasta qué punto nuestras categorizaciones rozan el absurdo, sobre todo cuando trabajamos con aquellos que huyen de la guerra. Al mismo tiempo, he aprendido con el pueblo fulani a ser un poco nómada, a apreciar las cosas buenas que la vida te da en cada momento, ya que todo es transitorio.
He aprendido con ellos cómo acoger a alguien y puede parecer irónico que alguien que no está en su país pueda hacer sentirse como en casa a otra persona que tampoco está en su país, yo misma. He aprendido a compartir cada pedazo de pan porque si no “la comida no tiene sabor” y también como un vaso de chai puede calentarte el cuerpo y el alma, he aprendido a devolver una sonrisa con otra de vuelta. En definitiva, he aprendido la importancia de la vida colectiva y no individualista.
De los niños refugiados y cameruneses (no tiene sentido seguir haciendo la distinción) he aprendido el valor y la solidaridad. Muchos de ellos cuando llegan a Camerún no hablan la lengua pero te dicen “bonne jour” en un perfecto francés, aunque sea la única cosa que conozcan y son ellos los que luego enseñan a sus padres. También he aprendido a no juzgar, a tratar sin distinción a los demás.
En un contexto donde las presiones gubernamentales y de las organizaciones de la sociedad civil son fuertes he visto como guardar la propia autonomía y libertad y como relativizar el tiempo, al contrario de la obsesión de las sociedades capitalistas por medir el tiempo en términos económicos.
En conclusión, trabajar en el mundo humanitario me ha permitido entrar en contacto con las personas que conservan la belleza del mundo en el bolsillo del pantalón de un niño pequeño y me ha ayudado a comprender que el sufrimiento del otro es más importante que el mío propio.