Cuando analizamos la crisis del “consenso keynesiano” y del Estado de bienestar, en buena medida, nos referimos a la realidad europea. Esto es así porque Europa, al igual que Estados Unidos, se ha aprovechado de unas condiciones históricas que han permitido, primero, el desarrollo industrial (muchas veces a costa de la explotación de otros países, principalmente del sur), y más tarde, y fruto del papel del movimiento obrero desde finales del siglo XIX, el apuntalamiento de una serie de derechos sociales que desembocaron a partir de la década de los años treinta y cuarenta, y al calor del pensamiento keynesiano, en lo que conocemos como el Estado social.
José Ignacio Torreblanca apunta tres datos elocuentes de esta realidad: la Unión Europea representa el 7% de la población mundial (unos 500 millones), el 25% de la producción (es la economía más grande del mundo y, con el 16% de las exportaciones mundiales, la primera potencia comercial, por delante de China y Estados Unidos) y el 50% del gasto social (prácticamente uno de cada tres euros que se producen, el 29,4% del PIB, se destinan a políticas sociales). Estos datos contrastan claramente con el rumbo del modelo social de Estados Unidos, país que, a día de hoy, se caracteriza por unos niveles de desigualdad social inéditos en el mundo occidental (con un coeficiente de Gini de 0,469, en contraposición al 0,306 de media de la UE) y por un sistema de cobertura social que deja desprotegidas a millones de personas.
No obstante, la realidad de estos últimos años ha puesto de manifiesto la crisis existencial que sufre la Unión Europea, que actualmente se encuentra un poco más cerca del modelo estadounidense si se tienen en cuenta los crecientes índices de pobreza y desigualdad, especialmente en la Europa del sur, así como el claro deterioro del modelo social europeo, fruto de las medidas y ajustes aplicados en los últimos años. ¿Qué caracteriza a esta nueva radiografía social europea? ¿Qué causas explican el rumbo actual? ¿En qué medida puede explicarse a partir de la idea de divorcio entre poder y política?
La pobreza y las desigualdades socioeconómicas han atrapado de manera masiva a las sociedades del conjunto de los países europeos. Por ofrecer algunos datos relevantes, según Eurostat, uno de cada cuatro habitantes de la UE (más de 124,5 millones de personas) está en riesgo de pobreza o exclusión social. Una quinta parte de esa cifra son menores de 16 años. Por otra parte, la tasa de paro juvenil (de 15 a 24 años) en la zona euro alcanzó el 23,4% en 2013, siendo en España más de dos veces superior (55,5%). En cuanto a la desigualdad, los datos que ofrecen Eurostat, la Comisión Europea, la OCDE, el Banco Mundial o los informes del Luxembourg Income Studies son rotundos: los niveles de desigualdad crecieron durante los años ochenta y se redujeron en los noventa, en general, en los países avanzados (si bien en España fue justo al revés), volviendo a incrementarse en los años previos a la crisis. De este modo, Europa era en 2007 más desigual que en 1970, un dato que pasó desapercibido en los años de bonanza económica. Una vez iniciada la crisis, la brecha entre ricos y pobres siguió creciendo levemente hasta 2010 y se incrementó de manera estrepitosa en los países más afectados por las políticas de austeridad como Grecia, Irlanda, Portugal o España. En la actualidad, y según el índice S80/S20, el 20% de los europeos con ingresos más altos gana cinco veces más que el 20% con menores ingresos.
Estas cifras no sólo han aumentado como consecuencia de la crisis y el paro. De acuerdo con el diagnóstico establecido desde 2010 de que la crisis que sufre la UE es una crisis de deuda y de competitividad, se han articulado una serie de políticas de austeridad que tienen como objetivo reducir las deudas soberanas y devolver la competitividad al conjunto de las economías mediante “devaluaciones internas” (reducciones salariales). Mediante mecanismos vinculantes, como los memorandos de la llamada “troika” (Comisión Europea, Banco Central Europeo y FMI) para los países intervenidos (Grecia, Irlanda y Portugal), los Acuerdos con el FMI (para los países también intervenidos, pero que no forman parte de la eurozona), o simplemente a través de recomendaciones para el conjunto de los países miembros (que pueden ir acompañadas de sanciones), se han implementado una ingente cantidad de medidas que van desde la congelación y pérdida de retribuciones en el sector público hasta la supresión de convenios o la facilitación de los despidos. Todas estas “reformas estructurales” han debilitado sustancialmente los pilares nacionales de los Estados de bienestar: pensiones, sanidad y educación. Estas medidas, tal y como el propio FMI ha reconocido, no sólo han empeorado la situación social (por ejemplo, un estudio del Instituto del Trabajo de los sindicatos griegos asegura que Grecia ha perdido el 26% de su PIB durante la crisis), sino que además se han implementado dilapidando las bases del pacto y la negociación social, consagrando otras esferas de decisión no representativas. Todo ello ha situado al modelo social europeo en una encrucijada histórica.
Existen, además, otros dos elementos de fondo que ayudan a entender la coyuntura actual. A nivel interno, se han producido una serie de transformaciones sociodemográficas y culturales con un claro impacto, tales como el envejecimiento de la población y la disminución de la fecundidad, junto con la tendencia a la jubilación anticipada de los nacidos en el período de máxima natalidad, hecho que, para algunas voces, estaría contribuyendo a provocar una sobrecarga en los sistemas de pensiones. Asimismo, los procesos de deslocalización industrial mencionados, sumados a la revolución tecnológica, han reducido la demanda de trabajo de media y baja cualificación. El desplazamiento hacia mercados de trabajo postindustriales –señala Anton Hemerijck– ha creado oportunidades de empleo para las mujeres, si bien la desindustrialización ha dado paso a la disminución de los niveles de puestos de trabajo estables de por vida y a la precariedad generalizada. A su vez, la evolución de las estructuras familiares y los roles de género, con períodos de formación más largos, natalidad más tardía y monoparentalidad, también han propiciado nuevas tensiones entre la vida laboral y familiar.
Todos estos cambios internos reconfiguran unas estructuras demográficas que nada tienen que ver con las existentes cuando se gestaron los Estados de bienestar. Ahora bien, más que un proceso de reforma, y éste es el segundo elemento de fondo, los Estados de bienestar han emprendido un proceso de desmantelamiento si se tienen en cuenta la celeridad con la que muchas de estas medidas se han llevado a cabo durante la crisis. Para un pensador clave como Jürgen Habermas, no cabe duda de que detrás de los procesos teóricamente “técnicos” y “neutrales” de reforma se encuentra “una forma dura de dominación política”, que tiene que ver con la doctrina neoliberal y sus principales postulados, que ha ido gestándose desde la década de los años setenta.
Si el proyecto europeo descansaba sobre pilares neokeynesianos, desde el Tratado de Maastricht de 1992, en especial, se confirió a la dimensión económica mucho más peso que a la política: en lugar de crear un poder ejecutivo supranacional fuerte que controlara la economía desde un ámbito europeo se garantizó que ningún poder democrático elegido pudiera condicionar a los mercados financieros, otorgando una absoluta independencia al nuevo Banco Central Europeo (encargado de supervisar el euro) y encomendándole el objetivo prioritario de controlar los precios, dilapidando así la política de inspiración keynesiana orientada a la creación de empleo y al crecimiento.
Con la llegada de la crisis y la imposición de las medidas mencionadas en el conjunto de la eurozona, la agenda neoliberal de disminución de salarios y recortes sociales se ha extendido, ayudada, en gran parte, por el enérgico papel de Alemania. A su vez, toda esta batería de medidas contrasta con la política de rescates financieros en los países periféricos y con una política liderada por el BCE que ha ofrecido facilidades, si bien con algunas contrapartidas, al conjunto de entidades financieras.
Las consecuencias no sólo se han producido a nivel social. El proyecto europeo se enfrenta en la actualidad a una grave crisis existencial caracterizada, entre otras cosas, por una enorme brecha entre los países del norte y los del sur (especialmente preocupante es lo que acontece desde el inicio de la crisis en Grecia) o bien por el auge de los movimientos euroescépticos, que en muchos casos son de tinte xenófobo y racista (Grecia, nuevamente, es una de las realidades más preocupantes, pero también sobresalen Francia, Reino Unido o Dinamarca). Los condicionantes internos, las nuevas circunstancias de competencia global, pero también el divorcio entre poder y política que ha tenido lugar en Europa explican la encrucijada actual de la UE. Un actor que ha sido clave, no sólo como referencia de un modelo social determinado, sino que también ha actuado como contrapoder relevante a la hora de impulsar y defender políticas, por ejemplo, que afronten el inexorable cambio climático.
El modelo social europeo, ante una encrucijada histórica – Infome España 2014