Lo que ahora sucede es fruto de cambios que hemos padecido sin llegar muchas veces a confirmar nuestro deseo de vivir juntos. Es bueno y necesario analizar las estadísticas y seguir con precisión los indicadores sociales. Pero el conocimiento de estos datos tiene que servir por lo menos para examinar y, en el mejor de los casos, reforzar, el propósito de vivir juntos. Si fuéramos capaces de conocer las causas y los procesos de esos cambios, una sociedad democrática sería capaz de pilotarse a sí misma.
Los españoles necesitamos narradores objetivos de los procesos sociales que estamos experimentando sin conocerlos. Hay que aprender a narrar seria y objetivamente los procesos sociales, porque es la única manera de llegar a conducirlos.
Difícilmente llegaremos a sentirnos responsables de aquello que no reconocemos como producto de nuestras propias actuaciones. Da la penosa impresión de que los grupos políticos tienen como principio irrenunciable la defensa de sus propios intereses partidistas. El consenso parece significar para ellos una debilidad o una concesión a la vista del siguiente encuentro electoral.
Tampoco parece que podamos enterarnos por los medios de comunicación de la verdadera posición de un partido respecto a un determinado problema político. La dirección del partido determina absolutamente la estrategia informativa que han de observar todos y cada uno de los miembros de la organización ante la opinión pública. ¿Es justa esta restricción de la libertad de expresión de los miembros de un partido democrático? No parece inteligente montar campañas de descrédito, cuando lo que les interesa a una y otra parte es el debate constructivo. ¿Hemos llegado a creernos que los partidos de la oposición no tienen otra misión que la de desacreditar a los que gobiernan? ¿Puede creerse alguien que el criterio para juzgar un discurso parlamentario sea el emplazamiento del escaño del orador?
Rara vez el Parlamento nos ofrece un proyecto político global que incorpore las opiniones de la oposición, como si el consenso dañara los votos de la oposición. No se suele aceptar la práctica más inteligente del debate público, que sabe incorporar al texto definitivo de la ley las advertencias mejor pensadas, aunque provengan de la oposición. La política española muestra signos inequívocos de debilidad y hasta de frustración y descomposición. Este rígido monopolio de los proyectos partidistas hace prácticamente imposible el enriquecimiento ideológico. Nada más opuesto a la verdadera democracia. En el frontispicio de las sedes centrales de los partidos políticos, y especialmente en el de las Cortes Generales, a la manera de la academia platónica, debería figurar la siguiente inscripción: “Nadie entre aquí que no sepa dialogar”.
Tampoco parece que las tertulias puedan salir en auxilio de esta ocultación manifiesta de los entresijos de una determinada posición política partidista. Esta conducta casi general de los partidos promueve manifiestamente la desconfianza del ciudadano medio, que luego es llamado a opinar sobre los candidatos electorales.
Comienzan a oírse voces a favor de la reforma o el cambio. Andrés Ortega Klein dedica un ensayo a “recomponer la democracia”. Él mismo se refiere a una operación complicada mucho más difícil que la de volver a ajustar las piezas de un reloj. El futuro inmediato es ya nuestro mayor desafío. Ciertamente, no es una simple modificación del texto constitucional. Estamos ante un cambio de época. No se trataría, por tanto, de reproducir a la letra todas las ideas de la transición, sino de ajustarlas a lo que pide la nueva época. Para ello será necesario que los responsables de los partidos políticos y todos los elegidos por el pueblo piensen y actúen verdaderamente como demócratas.
Seguimos recordando aquella advertencia frecuente de José Luis Aranguren: no puede haber verdadera democracia sin demócratas. Ésta es, a nuestro juicio, la tarea principal del momento que vivimos. Compete no solamente a los gobernantes y los miembros ejecutivos de los partidos políticos.
Existen razones de peso para acelerar la transformación de la acción política en España. La experiencia de estas tres largas décadas ha descubierto no pocas zonas de insensibilidad política. Las alarmas no sonaron a tiempo en el mundo de la economía y del diálogo político. La crisis que nos está desolando desde 2008 ha sorprendido aun a los más altos responsables de la vida económica y de la política. Nos hemos dedicado a defender cada grupo político nuestras diversas e interesadas posiciones, sin compartir los riesgos que nos amenazaban a todos. Una vez más ha faltado el diálogo, la escucha del discurso del adversario. Lo comprobamos casi a diario en el Parlamento.
La autoridad, dentro del partido, no se demuestra tanto con el ejercicio del mando como con la capacidad de diálogo. Por la carencia de directivos demócratas, los españoles hemos pagado cara nuestra convivencia en grandes períodos de los siglos XIX y XX. Por falta de respeto a los derechos de los discrepantes tuvimos que padecer una guerra civil de exterminio.
Hoy podemos afirmar que estas tres largas décadas de democracia significan el período más largo y profundo de paz y progreso de nuestra historia moderna. Y aunque la cuestión territorial e identitaria sigue inquietándonos, el Estado español se ha convertido en uno de los más descentralizados de Europa. Basta abrir los ojos para darse cuenta de la celeridad con que se producen los cambios socioculturales en nuestra sociedad.
Urge ampliar el campo de la negociación. Estas Consideraciones Generales no pretenden concretar qué cambios constitucionales deben presentarse al consenso político. Pero sí queremos hacernos eco del impulso popular que no sólo está exigiendo una reforma del texto constitucional. Palpita en el ambiente la necesidad de un movimiento ciudadano que responda a las nuevas necesidades de los tiempos actuales. La acción política no puede estar a merced de impulsos económicos. La sociedad civil española no tolera más ciertos comportamientos dudosamente democráticos de nuestras instituciones. Vive indignada con los recortes en el campo de la educación y de la sanidad. Lamenta especialmente la pasividad del partido gobernante ante las informaciones que saltan a los medios de comunicación procedentes de las instrucciones judiciales sobre el comportamiento corrupto observado incluso por los miembros más destacados de los partidos políticos. A esta exigencia tan justa y tan reiterada de la ciudadanía sólo se puede responder con el castigo de los culpables y con una revisión a fondo de la permisividad de nuestro marco legal. Es, pues, necesario comenzar ya a negociar un consenso sobre los puntos débiles de la transparencia política que puedan haber aparecido en nuestras leyes. Hay que revisar, sin demora, aquellas leyes que deben ser reformadas.
La cuestión del consenso político previo pone a prueba la capacidad dialógica de nuestra clase política. Esta cuestión va a ser decisiva en las próximas campañas electorales. Y aquellos políticos que, por miedo o por falsa prudencia, no lleven a la conciencia de sus hipotéticos electores la grave necesidad de un nuevo consenso político deben ser tenidos por incompetentes y descartados de las listas de candidatos a cualquiera de los cargos oficiales.
A este respecto, no debería ser necesario recordar que los españoles nos hemos mostrado siempre reacios al diálogo, es decir, a ser fieles a la razón y a confesarla noblemente. Padecemos la peste alarmante de convertirlo todo en polémica sin tomar en consideración las vías fecundas del diálogo. Lo comprobamos casi a diario en el Parlamento.
Esta tendencia enfermiza ha sido denunciada constantemente por los más lúcidos testigos de la vida política española. Podríamos citar textos de Antonio Machado, de Eugenio D’Ors, de José Ortega y Gasset, de Xavier Zubiri, etc. Basta subrayar el ensayo Ni lógica ni dialéctica, sino polémica de Miguel de Unamuno. Dice así: “La dialéctica carece de eficacia y de valor entre la gente española, que no sabe ni quiere saber, y si discute y disputa mucho, dialoga –lo que se debe llamar diálogo– muy poco”.
En España, por lo general, o se discute o se charla. La polémica y las tertulias han asfixiado secularmente entre nosotros el espíritu de diálogo. La política, por desgracia, ha sido frecuentemente asociada a la astucia de los intereses de grupo. De ahí surge la desconfianza social y la desatención a las verdaderas cuestiones públicas. No es extraño que broten los casos de corrupción económica que demuestran la codicia sorprendente que despierta el dinero público.
A nuestro juicio, urge entablar la negociación de un nuevo consenso político. Los principales partidos tienen que asumir esa decisión de conjunto que está pidiendo nuestro presente histórico. Nuestra consideración va más allá de un cambio en el texto constitucional. La sociedad española no es ya la de los tiempos de la transición. Y hay que examinar seriamente las nuevas realidades sociales que han ido apareciendo. El pacto social necesario tendrá que ir más allá de una reforma del texto constitucional y abrirse a las nuevas demandas democráticas.