Una causa común de los enredos en los que cae el discurso público al ocuparse de la soberanía es la asunción de que todo entrelazamiento de soberanía implica necesariamente una renuncia de soberanía. Sólo cabría compartir competencias perdiendo poder, o lo que es lo mismo, aminorando la capacidad efectiva de ejercer el dominio público, de modo que pudiese ganarlo la estructura o instituciones que se crean para compartir el poder. Se asume, pues, que la estructura de la soberanía es semejante a la de los vasos comunicantes: para aumentar la cantidad de líquido que hay en un vaso es necesario reducir la cantidad que hay en otro u otros. Lo que gana la Unión Europea lo pierden los Estados miembros, o sus regiones, o sus autoridades locales. O lo que ganan el Banco Central o el Consejo Europeo lo pierden el Parlamento Europeo, los parlamentos nacionales o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Al tiempo que no cabe descartar que el trasvase de soberanía no implique que la misma simplemente se pierda, que de un vaso no llegue al siguiente, sino que se evapore o se cuele por el sumidero. En los términos propios de la teoría de juegos, la soberanía sería un juego en el que las ganancias o pérdidas que experimentan los participantes se equilibran (juego de suma cero) o en el que todos o al menos algunos de los participantes pierden, sin que los demás ganen todo lo perdido (juego de suma negativa).
La premisa implícita de la que deriva este error es pensar que el hecho de que la soberanía concierna al ejercicio efectivo del dominio público implica que la soberanía es un juego tan sólo entre poderes públicos. Pero lo primero no implica necesariamente lo segundo. El ejercicio efectivo del dominio público se ve afectado no sólo por la posición relativa de las instituciones y actores públicos, sino también por la influencia, la fuerza o la violencia que ejerzan los actores privados. De ahí que el modo en que se reparten las cartas del poder puede dar lugar no sólo a juegos de suma cero o de suma negativa sino también a que los actores públicos recuperen o refuercen la capacidad efectiva de hacer valer la voluntad política de los ciudadanos, de traducir esa voluntad colectiva en acciones transformadoras de la realidad social. Tal es especialmente el caso cuando la efectividad de la soberanía (especialmente la de los Estados) está estructuralmente limitada por la oposición de actores privados dotados de medios que les permiten frustrar la realización efectiva de la voluntad estatal. Compartir soberanía permite en estos casos recuperar o reforzar la soberanía. Como lo demuestran los casos de la primera de las Comunidades Europeas, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (cuadro 2), y de la reciente transferencia a las instituciones europeas del poder de prevención de los riesgos sistémicos en el mercado financiero (cuadro 3).