Como apuntaba S. Strange, uno de los actores que han desplazado al Estado-nación en las últimas décadas son las corporaciones multinacionales. El contexto de globalización ha posibilitado la movilidad del capital y la búsqueda por parte de estas grandes corporaciones de mano de obra más barata que permita rebajar los procesos de producción. Las deslocalizaciones industriales han supuesto un proceso de industrialización de los países del Sur, a la par que la desindustrialización, al menos parcial, de muchos países del Norte, desembocando de facto en una “división internacional del trabajo”.
Las consecuencias sociales de este proceso de competencia global de salarios han sido enormes. Explican, en parte, el incremento exponencial del desempleo en las sociedades occidentales, además del debilitamiento de la acción sindical y las condiciones laborales de los trabajadores del Norte.
Para autores como André Gorz, esto ha supuesto un proceso de “refeudalización” de las relaciones laborales, donde la mano de obra se está nuevamente precarizando con el único objetivo de volver a “competir” con la mano de obra barata de los países de la periferia, socavando nuevamente el equilibrio entre capital y trabajo. Los países occidentales están dualizando así sus mercados laborales entre una masa de precarios o outsiders y una minoría de insiders con ciertas perspectivas de estabilidad laboral. O en palabras del filósofo Slavoj Zizek, actualmente nos encontramos ante una masa de personas dispuestas a dejarse explotar, que además han perdido su identidad de clase (debido a los múltiples tipos de contrato y a las condiciones posfordistas del trabajo en las que el trabajador ya no se socializa en torno a la fábrica) y no confieren al sindicato el papel de intermediador clásico. Todo ello lleva, en el plano personal, a lo que Richard Sennet denominó como la “corrosión del carácter”, esto es, la vulnerabilidad e incertidumbre personal ante las condiciones del trabajo en el nuevo capitalismo global.
Un aspecto significativo y paradójico de esta dinámica es que, comparando esta situación con la que tiene lugar en los países emergentes, estaríamos asistiendo a un cierto “proceso global de igualación a la baja” de los salarios, del poder adquisitivo y de las condiciones sociales. Mientras que en los países del sur de Europa la crisis tiene claros componentes de dualización social y de paro prácticamente estructurales (hecho que está llevando a un rápido empobrecimiento del conjunto de sus sociedades), en países como China, India, Brasil o Rusia se detecta un cierto aumento de los niveles salariales o una mejora, todavía muy tímida, de las condiciones laborales. Todo ello hace que la tradicional brecha Norte-Sur se esté difuminando y, que muchos de estos países, tanto de un hemisferio como de otro, se caractericen cada vez más por los grandes niveles de precariedad laboral, así como por la creciente desigualdad social.