Los medios de comunicación forman parte del mapa de la actual crisis, que empezó siendo financiera (2007), como consecuencia de los productos tóxicos creados por una innovación financiera abusiva, que burló a unos reguladores que actuaron como cómplices; que inmediatamente se convirtió en crisis económica (2008), con efectos demoledores sobre el crecimiento y el empleo; y que ahora cursa como crisis social y política, que amenaza el sistema establecido para alcanzar carácter de sistémica. El periodismo desempeña un papel en el guion de la que ahora llamamos “Gran Recesión”, la más profunda desde la “Gran Depresión” de los años veinte (Alemania) y treinta (Estados Unidos) del siglo pasado, cuyas secuelas dejaron el peor rastro, con dictaduras criminales y la más cruel de las guerras de la historia, la Segunda Guerra Mundial, incubada en la Gran Guerra (1914), que tuvo una pésima gestión del desenlace del conflicto con el Tratado de Versalles.
Los efectos de la crisis actual cursan, de momento, con fracturas sociales por el aumento de las desigualdades, con ajustes presupuestarios, que imponen recortes de derechos sociales, y con más pobreza en las sociedades afectadas, especialmente las europeas. También con consecuencias políticas que están por conocerse, apuntadas en las recientes elecciones al Parlamento Europeo. A los periodistas corresponde exponer la crisis a los ciudadanos, más allá de las explicaciones de los políticos, dando espacio a voces cualificadas de economistas, sociólogos, politólogos y de ciudadanos concernidos; todo ello antes de que los historiadores pongan orden en el análisis y el relato.
Los periodistas figuran también entre las víctimas de la crisis: ven como se debilitan las redacciones, como pierden talento y se limitan las capacidades y el atractivo de la profesión, y sufren despidos y precariedad crecientes. Todo esto complica el futuro del periodismo y su propio carácter, que no es otro que ofrecer el relato y la interpretación de la actualidad. Precisamente, cuando los ciudadanos necesitan más información ordenada, más elementos de juicio con fuste, en unas sociedades más complejas e interdependientes, el periodismo se debilita, pierde credibilidad e influencia e incluso ve amenazado su futuro.
Algunos sostienen, con más fatalismo que argumentos, que el periodismo ha muerto y que el análisis del actual desempeño de la profesión tiene más de autopsia que de punto de partida para una regeneración, porque lo que viene es radicalmente diferente, una disrupción. Pero otros muchos, por el contrario, creen que la regeneración es posible y que, cuando menos, merece la pena intentarlo.
La misión fundamental del periodista es construir y ofrecer un relato de la actualidad de forma casi instantánea; contar lo que ocurre y ponerlo a disposición de los ciudadanos; explicar cada día lo que ha pasado que puede interesar, presentarlo de forma inteligente y sugestiva para que se pueda entender, “desafiando la certeza perezosa, la sabiduría convencional y la complacencia con ese escepticismo que presta la experiencia y algunas equivocaciones”.
Además, el periodista debe hacer su trabajo “pausadamente y con autoridad”, en curiosa y sugestiva definición. “Pausadamente” tiene más que ver con ese desapasionamiento que evita las ofuscaciones que con la rapidez, uno de los requisitos de la información, una fortaleza y debilidad que forma parte de la naturaleza del oficio. “Autoridad” ganada con el buen trabajo, que proporciona credibilidad y reputación, lo cual pasa por seleccionar, ordenar, clasificar y distinguir los acontecimientos, y también por sortear los intentos de manipulación, simulación o engaño de cuantos acampan cerca del periodismo, con medios y procedimientos cada vez más intrusivos. Cuando el periodismo no consigue superar esos obstáculos, su carácter se desvanece para convertirse en propaganda. Orwell, parafraseando a un poderoso editor británico, sentenció: “Periodismo es publicar lo que alguien quiere que no se publique. Lo demás son relaciones públicas”.
Michael Ignatieff, que ha sido cocinero y fraile, periodista, académico y político, afirmó en su discurso ante el entonces príncipe Felipe y un centenar de periodistas españoles al recibir el premio Francisco Cerecedo en Madrid: “¿Qué es exactamente esta ambigua profesión a la que honramos esta noche? Nació con la libertad burguesa en la Europa del siglo XVII y se hizo mayor de edad en los cafés y bolsas de Londres, París, Ámsterdam y Madrid. Hoy en día el periodismo continúa tal y como nació, mezclando publicidad y escándalo, asesinato y mercancía, chismes y rumores con la aguda y dolorosa verdad […]. Un periodismo que no defienda su derecho a ofender, que no pellizque narices y se ría del emperador desnudo, no merece ser defendido. Igualmente, un periodismo que no defienda a los débiles se convierte pronto en una herramienta del poder. Un periodismo demasiado arrogante como para truncar carreras sin un fin justificado, encontrará que su propia existencia es una miseria”. Descripción que puede parecer algo cínica, pero que es realista. Periodismo de calle y trinchera, el más genuino, incardinado en la vida cotidiana, aunque con singular grandeza. Un reciente libro de Ignatieff relata su experiencia como político candidato a presidir el gobierno canadiense. Narra la compleja relación entre periodistas y políticos y uno de los problemas actuales del periodismo y de la política: la dificultad para explicar lo relevante.
La tarea básica del periodismo es proporcionar información: hechos ciertos, verificados, significativos, y presentarlos de forma atractiva y comprensible. Hechos sobre los que, a renglón seguido, el periodista debe “añadir valor”, contextualizar para entender, incluso los posibles efectos y consecuencias, algunas no previstas. Por el “valor añadido”, los ciudadanos retribuyen el trabajo del periodista, y de esta forma sustentan su independencia, que es esencial para el buen trabajo profesional. Sin “añadir valor”, no habrá retribución ni será posible la independencia.
Robert Picard señalaba en un artículo publicado en mayo de 2009: “En el fondo, los periodistas merecen ganar poco. Los salarios son una remuneración por la creación de valor. Y los periodistas, sencillamente, no están creando mucho en los últimos tiempos”. Una proposición que no ha merecido debate en las redacciones, ni en los consejos de las empresas editoras, pero que sería útil para salir del actual laberinto y acreditar que el periodismo sigue vigente en el nuevo siglo, que merece la pena regenerar la profesión teniendo en cuenta su carácter y sus viejos valores en la sociedad del conocimiento y la información.