Existe de una creciente base de población con movilidad transnacional, de la que España constituye un buen ejemplo, no sólo por el volumen de inmigración en un corto espacio de tiempo, sino también por la diversidad en el origen de tal población y de los motivos por los que se desplazaron.
A la vez, los españoles están recuperando la condición típica de “tradicionales emigrantes” que habían mantenido desde el siglo XVI, con sólo el paréntesis de las tres décadas que siguieron a la transición democrática. La situación de España no es diferente a la de otros países europeos. De hecho, aún hay más europeos occidentales en España que españoles en los países de Europa occidental, aunque por diferentes motivaciones y características. Los latinoamericanos conforman el segundo grupo de inmigrantes en España (el primero si se tiene en cuenta que el 78,6% de nacionalizaciones corresponden a dicho origen), a la vez que se está recuperando nuestra tradicional emigración a Latinoamérica.
En este momento, una parte sustancial de los países ofrecen un perfil de complejidad étnica y cultural similar, salvo la excepción de los países “cerrados” que no participan de este fenómeno, por ejemplo, Corea del Norte. Pero incluso algunos de ellos son proveedores de emigrantes por razones políticas, por ejemplo, Irán. Una de la características principales de la civilización del siglo XXI es, sin duda, esta movilidad y este intercambio de poblaciones, para la cual conceptos como emigración e inmigración pueden ser ya muy estrechos. La casi totalidad del planeta Tierra se ha convertido en un único territorio, mejor o peor comunicado, en el que las personas, en particular las personas jóvenes, se desplazan con mayor o menor rapidez, cambian de residencia y se instalan con creciente facilidad en un nuevo territorio para desarrollar un proyecto de vida propio.
Las maneras de desplazarse son muy variadas: desde el transporte aéreo hasta la patera. Esto indica que no es tanto la facilidad del low cost lo que induce a la movilidad, sino el deseo y la posibilidad de cambiar, de huir, de mejorar de vida, de aprovechar las oportunidades, de dejar atrás una situación social o familiar complicada, de evitar el hambre, de conocer o simplemente de hacer otra cosa. Un deseo y una posibilidad que se han asentado sobre la imagen de un mundo abarcable que, a escala planetaria, están induciendo las TIC y los medios de comunicación social.
El fenómeno puede interpretarse de una forma más precisa como “cosmopolitismo” y visualizarse como un estilo de vida que el conjunto de todos los inmigrantes y emigrantes comparte. Un estilo de vida esencialmente urbano, en el que la lengua del país de destino (en combinación con el inglés en el caso de las personas jóvenes) funciona a modo de lingua franca, en el que se comparten barrios y se practica la interculturalidad de forma implícita e incluso inconsciente. Un estilo de vida al que, en ocasiones de forma temporal y en otras de forma permanente, se adhiere una parte cada vez mayor de personas jóvenes, adoptando valores pragmáticos y minimalistas lejos del contexto familiar. En el caso de España, un estilo de vida al margen de las sendas y trayectorias obligatorias del modelo de la dependencia familiar y de sus objetivos prefijados que se han venido describiendo en este capítulo.
Sin duda, y en muchos casos, estamos ante estrategias sustentadas en la necesidad, pero aun en estos casos, la emigración (y en particular la emigración de los españoles a los países que forman parte de la UE) ya no se topa como en otras épocas con el muro del rechazo, porque en todo el mundo se está instalando una mayor tolerancia hacia “el otro” (que en parte ya es “uno mismo”) y porque forman parte de este amplio colectivo cosmopolita que aparece en prácticamente todos los países. Un colectivo con similares experiencias vitales y en el que la búsqueda de la identidad y de la experiencia emancipadora para poder tomar sus propias decisiones implica un eje compartido y de enorme transcendencia. Con esto no negamos la existencia del emigrante que procede de la necesidad extrema, sino que simplemente señalamos que casi todos llegan a sociedades cosmopolitas.
También es cierto que las sociedades cosmopolitas siguen mostrando resistencias a la integración del “extraño”. De la misma manera, la emigración en su choque con las culturas receptoras se viene asociando, tanto en algunos países como en comunidades de inmigrantes, al nuevo fenómeno del fundamentalismo identitario.
El cosmopolitismo es un fenómeno cada vez más amplio, pero a la vez aún poco visible, al menos en España. Un fenómeno amplio porque se está produciendo en casi todos los entornos familiares y sociales, en los que aparece siempre una persona joven que está fuera de España por “trabajo”, para “aprender un idioma”, por “estudios”, por “un chico o una chica (una pareja del mismo o distinto sexo)”, porque “han tenido problemas con drogas y así ha dejado su entorno de amigos”, porque “se trata de tener una experiencia antes de entrar en la vida adulta”, porque “tuvo un disgusto con su novio o novia”, y otros tantos y tan diversos argumentos que por su propia diversidad son el mismo. Pero también es un fenómeno invisible, porque suele identificarse siempre como “un caso individual y aislado con posterior retorno”, que no refleja desajustes sociales o familiares, sino un tiempo que se toma para la reflexión sentado al lado de la senda de la trayectoria juvenil esperable para el modelo español de “la permanente esperanza en el futuro de las personas jóvenes”. Por este motivo, y para no perder derechos sociales, las familias no los dan de baja en el Padrón ni en otros registros, aunque en ocasiones lleven fuera algunos años, lo que contribuye a facilitar la invisibilidad del fenómeno.
Tampoco es algo nuevo, ya que se trata de una tradición muy española, la huida del control social y la precariedad laboral que durante siglos se ha asentado sobre la emigración, los exilios y las misiones religiosas. En tres décadas de democracia parecía que el fenómeno había revertido, pero ha recuperado todo su vigor.
Pero no es un fenómeno exclusivamente español. Los propios inmigrantes que han venido a España son cosmopolitas respecto de su país de origen. Además, estamos acostumbrados, en las relaciones con dichas personas, a recibir sin asombro la información de que otros familiares están en otros países. Apenas nos llama la atención el hecho de que algunos de estos familiares “vienen a pasar” algún tiempo, en general una estancia corta a modo de intercambio mutuo en uno u otro país, conformando un modelo de familia cosmopolita que no pierde sus relaciones y que las incorpora a modo de estrategia económica y laboral, según la evolución y las demandas del mercado de trabajo en cada uno de estos países.
La juventud española, ¿es más o menos cosmopolita que la de otros países? Una pregunta difícil de contestar, aunque se puede comparar con las personas jóvenes del resto de Europa. Hasta hace un par de años suplían su desventaja siendo la juventud más “turística”, la que aportaba mayor cantidad de becas Erasmus (la mitad de las concedidas en Europa durante los últimos diez años) y la que más se desplazaba los veranos para “estudiar idiomas”. Todas estas actividades podían considerarse como compensaciones por mantener la disciplina familiar que iba a conducirles al piso en propiedad. Pero las cosas han cambiado en los últimos tres años. El dato más significativo es que las remesas de los trabajadores españoles en el extranjero (5.922 millones de euros según el Banco de España) en 2012 se han casi igualado a las de los inmigrantes hacia el exterior (6.485 millones de euros). En relación al año 2011, las primeras han aumentado 210 millones y las segundas han disminuido en 779. De seguir la tendencia, las remesas de los trabajadores serán favorables a España en 2013.
Un cambio que parece, y de hecho es, una novedad que se relaciona con la crisis. Sin duda, la situación económica ha propiciado el incremento de casos de jóvenes emigrantes (de los que es imposible dar cifras). Pero la dinámica cultural del fenómeno no puede limitarse a la idea de “no hay trabajo en España y vamos a buscarlo fuera”, sino a la de la ruptura lógica de la dependencia familiar. Se ha quebrado el modelo de relaciones entre las personas jóvenes y sus adultos de referencia, tal y como se ha establecido en España desde la transición democrática, en parte porque ya son muchas las familias que no tienen los recursos suficientes para mantener esta protección que genera dependencia y, en parte, porque entre las propias personas jóvenes, el cosmopolitismo es una estrategia cada vez más aceptada.
¿Afrontan este reto de la misma forma las chicas que los chicos? En el pasado, la aventura de la emigración parecía más bien algo de hombres, mientras que las mujeres se quedaban con más frecuencia en casa hasta que el novio o el marido conseguía alcanzar algunos objetivos (o cierta estabilidad) para acudir a su lado. Sólo “las solteras” que “iban a servir” –principalmente a Francia– y “las estudiantes” que iban de au pair –generalmente a Reino Unido–, conformaban una pequeña minoría, ajena al modelo dominante de dependencia marital. Pero actualmente han cambiado las cosas, ya que, a pesar de que no hay apenas datos sobre la composición sexual de este colectivo, la observación directa muestra una composición muy igualitaria por género. De hecho, el PERE indica que hay más españolas (51,1%) que españoles (48,9%) residiendo en el extranjero. A la vez, se intuye que hay más mujeres que hombres cosmopolitas, quizá porque su mejor formación académica (incluido un mayor dominio idiomático) les facilita entrar a formar parte de dicho fenómeno y encontrar un empleo de mayor calidad o quizá porque “la chica que se va” llama más la atención al entorno social y familiar y resulta más visible.