El modelo español de emancipación se relaciona con un complejo cultural construido en la transición política e implantado en la etapa democrática, y que agrupa nociones como “generación premeditada”, “hijos tesoro” o “generación del gran futuro”. Se sustenta sobre una lógica y una tradición de muy largo recorrido, ya que la sociedad española se ha caracterizado siempre por una emancipación, un matrimonio y también una fecundidad tardíos. Si se observa la serie de censos de población de España desde 1857 se puede constatar que los solteros duplicaban a los casados. El primer censo que recoge la edad de matrimonio (el de 1900) descubre que la edad media (y la moda) de los hombres se aproximaba a los 30 años y la de las mujeres a los 25 años. El retraso y la diferencia de edad en los matrimonios (cuya media superaba los seis años) constituían en aquellas fechas un caso único en Europa (y quizá en el mundo), sólo comparable con Irlanda, aunque muy cercano a otros países del Mediterráneo. Quizás por ello los demógrafos han llamado a este tipo de nupcialidad (tardía) y de fecundidad (escasa) el “modelo mediterráneo”, del que España fue siempre su mejor representante.
En los siguientes censos de población se mantienen estas cifras con variaciones mínimas, aunque en 1970 se produjo una importante reducción de la edad, ya que la moda de los hombres se sitúa en los 27 años (la media a los 28 años) y la de las mujeres a los 23 (la media a los 24 años).
Esta reducción de las edades en el Censo de 1970 anuncia un cierto cambio en el modelo de la nupcialidad en España, que según el Movimiento Natural de la Población se produce entre 1975 y 1982, lapso que coincide con la transición democrática. Refleja un sorprendente (y hasta ahora inexplicable) adelanto de la nupcialidad hasta el punto de que la moda de las mujeres se sitúa en los 22 años y la de los hombres en los 24 años. Como puede verse, también se aproximan las edades de los cónyuges. A partir de 1982, las cifras van creciendo hasta la actual moda de 31 años para los hombres y 30 para las mujeres. Es decir, las parejas tienen edades muy próximas y son, incluso de forma mayoritaria, mayores de 30 años.
La fecundidad –en particular la edad de la madre al tener el primer hijo– evoluciona de una manera muy similar. La media se sitúa por encima de los 26 años hasta los años setenta, baja entonces de los 25 y a partir de los años ochenta va retrasándose hasta superar en la actualidad los 30 años.
Si la emancipación se liga a pareja e hijos, vivienda propia y trabajo estable, y todos estos ítems se van retrasando, como consecuencia, la edad media de la emancipación también se posterga. Pero no sólo esto, porque parece muy razonable la hipótesis del modelo nórdico y francés que sostiene que iniciar el itinerario por la emancipación residencial contribuye a que se adelanten el resto de las variables que definen el proceso de emancipación; es decir, trabajo estable, autonomía financiera, pareja, familia y, en general, todos aquellos aspectos de la vida en los que se avanza con mayor o menor rapidez, no sólo por las condiciones estructurales, sino por el grado de empoderamiento personal. La lógica cultural española es un “quiero, pero no puedo”, con graves consecuencias para la vida de las personas jóvenes y seguramente con una cierta influencia sobre la evolución del PIB.
De hecho, se puede pensar que la rigidez de las condiciones puede llegar a retrasar el propio hecho social; es decir, si la emancipación requiere una vivienda propia en vez de, por ejemplo, una vivienda alquilada o compartida (bien con amigos, bien con los propios padres) se produce una demora en la emancipación, porque hay un retraso en el logro del objetivo de la vivienda propia. Este retraso en el acceso a la vivienda propia puede influir en el logro de otras variables como, por ejemplo, rechazar trabajos que no tengan unas determinadas características o no desplazándose fuera del domicilio familiar. Lo que, a su vez, quizás tenga relación con la idea de pareja con la que planifica un futuro y cuyas condiciones de trabajo también tienen que ver con el proyecto de emancipación a la española.
Por supuesto, la crisis de 2008 y la posterior recesión no sólo complican esta opción, sino que para una mayoría de personas jóvenes la convierten en inviable en un contexto de paro, de empleos precarios y temporales y, sin duda, por la drástica reducción del crédito hipotecario. Como consecuencia, la noción de gran futuro generacional, entendida como “emancipación óptima”, se va diluyendo ante las acometidas de la realidad, abriéndose a una lógica que combina fases de transformación con nivel social de la familia.
En una primera fase, cuando aún se suponía que la crisis iba a ser coyuntural, se mantuvo la inercia familiar de la protección, pero de manera progresiva se fue diluyendo ante la imposibilidad de acometerla, primero entre las familias de más bajos ingresos y más tarde entre las de clase media. En ambos casos, el desempleo de los familiares adultos se convierte en un factor explicativo clave. La segunda fase, que quizá esté comenzando de forma masiva actualmente, se inicia cuando la protección-dependencia familiar ya es imposible, lo que conduce a la adopción de estrategias propias que, a modo de escenarios posibles, van desde el alargamiento de la convivencia familiar, con o sin emparejamiento (lo que significará recuperar en parte el modelo de la familia extensa), hasta la emigración, también con o sin pareja, de manera permanente o provisional. Entre ambas alternativas se sitúan opciones como el alquiler, compartido o no, con pareja o con amigos. En los dos últimos años ya están apareciendo opciones más pragmáticas, como piso propio (o cesión familiar e incluso alquiler con derecho a subarriendo) compartido con otras personas que pagan el alquiler para ayudar a financiar la hipoteca del joven “propietario-propietaria” o incluso se utilizan como alternativa financiera a la falta de trabajo.
La evolución de la situación residencial de las personas jóvenes muestra cómo se van transformando las opciones residenciales (tabla 15). Obviamente, se trata de resultados muy condicionados por la composición por edades del colectivo juvenil, ya que hasta 1976 el grupo de edad de 16-19 años tenía más efectivos que los de 20-24 y 25-29, para pasar a partir de esta fecha a ser el de menor tamaño. Con posterioridad al año 2000, el grupo más numeroso es el de 25-29 años. Con este matiz, y teniendo en cuenta además que la situación residencial en el momento de la entrevista recoge la acumulación de tendencias de los cuatro años anteriores, resulta evidente la permanente caída de los porcentajes de emancipación residencial (la suma de los que tienen vivienda propia y los que viven en vivienda compartida), desde el 27,3% de 1984 (que ya representaba una severa reducción desde el 31% de 1975) hasta el 22,1% del año 2000. A partir de 2004, la cifra comienza a aumentar, aunque esto ya es debido a la ampliación relativa de las cohortes de 25 a 29 años. A pesar de esto, la cifra se estabiliza entre 2008 y 2012, un período en el que aumenta el número de personas jóvenes que “comparten vivienda”, alcanzando en 2012 el 10,5% de la población juvenil.
Tales datos nos ponen en la pista de una paradoja que parece difícil de interpretar, ya que en plena crisis, y con una tasa de paro disparada, la imposibilidad casi absoluta de acceder al crédito hipotecario y un aumento de la tasa de escolarización en el grupo de edad de 20-24 años, se produce una mayor emancipación residencial. Pero la interpretación de este hecho no es difícil. Simplemente, la emancipación residencial ya no es el objetivo final y la confirmación de la emancipación, sino una parte del proceso, que nos permite entender que son muchas las personas jóvenes que han comenzado a tomar sus propias opciones, decisiones y responsabilidades antes y de una manera más decidida. Aunque sean una consecuencia de la quiebra del modelo clásico de emancipación: el trabajo estable que produce autonomía económica, lo que posibilita la autonomía residencial. Ahora, en cambio, y como ocurre en otros países europeos, la emancipación residencial es un mecanismo para facilitar el acceso al trabajo, mientras que la permanencia en el hogar familiar ya no es posible por razones económicas o porque el “modo de espera” ya carece de sentido.
La quiebra radical del complejo cultural que enlazaba el modelo de emancipación, el estilo de relación familiar y las expectativas sociales –que hemos sintetizado bajo el paradigma de la “generación premeditada”, de los “hijos tesoro” y, en este texto, como la “expectativa del gran futuro”– implica una inevitable sustitución que sólo se puede empezar a entrever. Ya se han descrito cuatro factores básicos: el déficit demográfico, la transformación de las dinámicas escolares, el desempleo y la evolución del mercado de trabajo y, por último, la reorientación de las dinámicas residenciales.
En los próximos apartados se va a tratar de describir otros fenómenos que permitirán una visión exploratoria del contexto al que se va a enfrentar una generación que ha sido socializada en el lema “no decidas que ya nos encargamos nosotros de facilitarte el itinerario personal” y que de pronto afronta incertidumbres, paradojas y una falta casi absoluta de instrucciones sociales.