De forma tradicional, en todos los estudios de juventud en España, por emanciparse se ha interpretado conseguir un trabajo estable que garantizara la autonomía económica, una vivienda propia (aunque en algunas ocasiones vale el alquiler) y en muchos casos tener, al menos previsto, un proyecto sostenible de familia. Se trata de condiciones muy exigentes que se retroalimentaban entre sí y que producían una “emancipación tardía”, cuya moda estadística se ha ido situando por encima de los treinta años.
En cambio, en la mayoría de los países europeos, la emancipación era mucho más temprana. Así, por ejemplo, la moda en Francia se situaba por debajo de los 24 años y en algunos países del norte de Europa, como Finlandia, la media estaba en los 21 años, aunque en estos casos la variable que determinaba la emancipación se refería sólo a “vivir por su cuenta”, considerando que existía autonomía económica cuando la persona joven vivía de una combinación, bastante estándar, que se repetía en diversos países, de ingresos propios, prestaciones públicas y ayuda familiar. Por supuesto, la idea de la emancipación asociada a piso propio y proyecto de familia es casi exclusiva de España.
Como consecuencia, en Europa existen dos modelos causales muy diferentes del concepto de emancipación. De una parte, lo que se podría identificar como el modelo español, cuyo itinerario se inicia con la acumulación financiera para llegar a la vivienda propia y la constitución de una familia. Y, de otra, elmodelo nórdico y francés, que se inicia con la autonomía residencial para, desde las exigencias de este tipo de autonomía, ir tomando otras decisiones vitales, que de manera progresiva van conformando otros fragmentos de autonomía personal, es decir, se es autónomo para elegir y decidir en lo laboral, lo económico, lo afectivo-sexual, sin el control, aunque sea la mera mirada, familiar. En cambio, el modelo español sostiene que una persona joven sólo puede considerarse emancipada cuando, tras lograr la autonomía económica, la estabilidad laboral, el reconocimiento familiar e incluso otras exigencias más íntimas, se la considera legitimada para adquirir autonomía residencial y, a partir de la misma, pero sólo a partir de ella, da el paso de “fundar una familia”.
En este sentido, el concepto español de “carestía de la vivienda”, referido al proceso de emancipación de las personas jóvenes, resulta poco convincente, porque el acceso a la vivienda no depende en España ni de la oferta ni de tan siquiera de su precio, sino de un conjunto de condiciones previas, en ocasiones difíciles o complejas. Se explica así el hecho de que éste sea el país de la UE con más viviendas disponibles por mil habitantes e incluso (sin descartar otros factores como los financieros) la lógica social de la “burbuja inmobiliaria”: la casa, la buena casa nueva y propia, es la coronación del deseo social colectivo que escenifica el logro y el compromiso social y familiar. La vivienda propia en España no es sólo un lugar para vivir, sino un símbolo de estatus, no tanto social, como de reconocimiento e identidad cultural. Una lógica social que quizá explique la expansión de la especulación inmobiliaria más allá de cualquier límite razonable.
En síntesis, el modelo español se sostiene sobre el itinerario que avanza a través de la autonomía financiera para alcanzar la vivienda propia, lo que supone una fuerte dependencia y control familiar. El modelo francés y nórdico se apoya sobre el itinerario que se inicia con la independencia personal y residencial que les capacita y les empodera para poder alcanzar después el resto de los objetivos. Obviamente, en la realidad concreta, ambos modelos se combinan en todos los países de la Unión Europea, pero la proporción es opuesta en Finlandia y en España, por citar los dos puntos extremos.
La mayor parte de los estudios de juventud en España no describen estos dos modelos, aunque tienen datos para hacerlo, sino que de manera endógena se limitan a medir las oscilaciones del modelo español para tratar de determinar su evolución. Como consecuencia, en las comparaciones europeas, realizadas desde esta perspectiva, se establece que España es el país con una emancipación más tardía y se trata de explicar este hecho desde una perspectiva puramente española, donde el desempleo y la precarización laboral son la causa del retraso en la emancipación. Y aunque tienen muy en cuenta el factor de la emancipación residencial, no establecen ninguna relación en la influencia del orden de los factores, lo que les permite asumir y reforzar el paradigma social español: la culpa del retraso reside en la precariedad laboral (y el desempleo a partir de la crisis), la falta de autonomía económica y el precio de la vivienda. Unos pocos autores, en cambio, invierten el sentido de la flecha de causalidad y plantean que los países en los que se produce una cierta precocidad en la emancipación residencial (que coinciden con aquellos en los cuales las familias son menos protectoras y además mantienen una mayor tasa de fecundidad), las personas jóvenes se empoderan antes y quizá por ello tienen menos dificultades para acceder al mercado de trabajo y a la autonomía económica.