Tercera consideración: El gran reto de las democracias es la transparencia, la rendición de cuentas y la participación de una ciudadanía representada por partidos políticos abiertos y regulados por ley.
Hemos sabido construir instituciones de Estado con legitimidad y arquitectura democrática, pero apenas hemos educado y formado una ciudadanía de demócratas. José Luis López-Aranguren murió (1996) diciendo que aquí hay mucha democracia, pero sin demócratas. Hemos otorgado grandes poderes a los partidos políticos sin construir una cultura de lo público ni una ética democrática. Carecemos de valores comunes y compartidos, que deben regir lo público o, como se dice ahora, el bien común o procomún.
Seguramente, en ese aspecto Cataluña es singular y ha prevalecido un demos cívico y una cultura democrática con una gran tradición de pacto transversal y entesa (acuerdo) que no se ha sabido apreciar suficientemente desde el resto de España. Aplicar el uniformista “todos somos iguales” nos impide objetivar las diferencias históricas y sociológicas existentes. De hecho, la complejidad de la sociedad catalana y su sistema de partidos tiene poco que ver con el demos político de la sociedad extremeña, madrileña o asturiana, por ejemplo. A pesar de esta singularidad, la cultura y la educación democrática han de mejorar en todas partes, y habría que reformular los significados del bien común, que nos debería responsabilizar como conciudadanos.
Los consensos son los únicos caminos que pueden proponerse en una política democrática. El momento presente exigiría ese clima de consenso entre partidos políticos, plataformas y entidades de la sociedad civil en un esfuerzo común para salir juntos del atolladero. Sin embargo, está por ver cómo puede liderarse tamaña empresa cuando los partidos políticos asocian el pacto con una debilidad o un signo de flaqueza y que sólo se materializa cuando conviene a sus propios intereses y no a los intereses del país. En cambio, en España, los disensos no sabemos ni siquiera soportarlos. Aquí los disensos se convierten en enemistades, en polémicas y en descrédito del adversario. Sea en el terreno político, periodístico o académico, el exceso narcisista y las egolatrías nos impiden reconocer lo positivo del oponente y tratarle con deferencia asumiendo las ideas valiosas que son mejor que las propias. Predomina el tremendismo trágico y dogmático en lugar de la finezza civilizada y dialogada.
Aun con todo, parece que empieza a hilvanarse cierto consenso sobre la conveniencia de una nueva Ley de Partidos que sería el nudo gordiano de muchos otros cambios. En 2013 han aflorado numerosos colectivos, plataformas y foros que han ido agregando nuevas voces al debate público por una democracia “redemocratizada”. Esta revitalización de laparticipación civil ha abierto una fase de diagnóstico plural muy saludable, que oxigena y enriquece la vida política. Se reclama más calidad democrática, más transparencia y rendición de cuentas y más capacidad de decisión directa. Son propuestas realistas y necesarias que no pueden decidirse en la penumbra o entre las bambalinas del poder; más bien han de ponerse en el centro del ágora pública para deliberar qué consenso reciben.
El Congreso de los Diputados hizo públicos sus presupuestos en mayo de 2013, algo que no hacía desde 1982. El ágora de la palabra y la democracia ha permanecido todo este tiempo opaca y distante en su funcionamiento interno, sin apenas progresar en nuevas formas de transparencia y participación directa. Incluso las iniciativas legislativas populares (ILP) acaban frustradas tras recorrer una difícil carrera de obstáculos y formalismos. La deliberación de los grandes y pequeños asuntos públicos no puede continuar blindada y amordazada por unas minorías dirigentes surgidas por la ley de hierro de los partidos. El ágora pública formada por nuevas voces y foros emergentes es propositiva de nuevos cambios y no es meramente declarativa y retórica.
Los partidos políticos se enfrentan a la paradoja de ser a la vez enfermos y doctores en medicina, han de reconocer su crisis de legitimidad y aprobar qué tratamiento de cura han de seguir. Muchas organizaciones e instituciones llevamos años reclamando una nueva Ley de Partidos que posibilite recuperar la política desde y para la ciudadanía, permitiendo la selección meritocrática de sus cuadros dirigentes, el debate de ideas y la formación permanente y la democracia interna abierta a la ciudadanía. ¿Cómo encaran esta demanda los actuales partidos mayoritarios que corren el riesgo de verse superados por el ansia ciudadana de regeneración? En estos tiempos, los ciudadanos no son ni súbditos ni subordinados a quienes proteger o apadrinar, sino sujetos reflexivos y críticos que asumen la realidad compleja y reconocen los riesgos a los que se enfrentan como sociedad y como comunidad política. No tiene sentido perpetuar el paternalismo del pasado ni limitar la participación cívica al voto electoral tras costosas campañas que son más mediáticas que sustanciales.
Durante el último año se ha expandido por las redes sociales un debate sobre las élites extractivas para entender la singularidad del caso español y de otros países postautoritarios donde coexiste una clase dirigente acoplada a las prebendas del Estado y una débil sociedad civil que lo consiente. El viejo caciquismo español tan criticado por Joaquín Costa parece revivir remozado en pleno siglo XXI sin que hayamos tenido el coraje cívico de desmontarlo y superarlo. Ciertamente, la lógica caciquil es perversa y corruptora. Reproduce el paternalismo tradicional que establece unas relaciones de poder clientelares y extendidas como una malla capaz de dominar pueblos y ayuntamientos enteros. El propio interés, la indiferencia por los demás y la subordinación a quien manda son rasgos muy propios de un determinado perfil de ciudadanos sin aspiraciones ni espíritu de responsabilidad por el bien común. Es un rasgo cultural a eliminar y superar.
Según el último Barómetro del CIS (abril de 2013), las tres principales preocupaciones de los españoles son el paro, la corrupción y los políticos. Una combinación muy preocupante y explosiva. Tanto la acción del Gobierno como el ejercicio de la oposición se saldan con un rotundo suspenso, que empieza a reflejarse en sondeos electorales que predicen el fin del bipartidismo. El resquemor por el modelo confiado de gobernanza y la dura situación de crisis económica nos instala en un clima de pesimismo casi sin horizontes expresado en ese 70% de españoles que pronostican un peor nivel de vida para sus hijos. ¿Queremos revertir ese pesimismo adoptando medidas consensuadas que refuercen la calidad de nuestra gobernanza democrática? ¿Bajo qué nuevos criterios ciudadanos, éticos y profesionales queremos seleccionar a los políticos del futuro?
Los sueldos astronómicos y opacos de los cargos públicos, el excesivo poder casi presidencial de los alcaldes, las obras faraónicas sin utilidad y la maraña de asesores y “colocados” a dedo en las Administraciones y empresas públicas, completan un panorama inaceptable, pero muy trabado, resistente y opaco. Manuel Villoria acierta de lleno cuando concluye que España no tiene un problema de corrupción sistémica ni expandida entre las empresas o entre los funcionarios públicos (policías, médicos o profesores), sino un serio problema de corrupción política muy focalizado y bien percibido por la ciudadanía. El modelo confiado de gobernanza ha acabado generando anomia disruptiva de las reglas establecidas, pero no ha llegado a pervertir la corriente principal de la ciudadanía decente. Aun con tanta anomia, mantenemos un orden dañado y lleno de desconfianza pero que no deriva en ruptura violenta. Superar tanta desconfianza institucional implica introducir nuevos mecanismos de control, transparencia y auditoría que disuadan toda corrupción en los asuntos públicos.
Las virtudes cívicas, la excelencia, la ejemplaridad y el mérito se educan desde la política y no sólo desde la escuela, la familia o la pequeña comunidad. Ahora bien, si queremos impulsar un nuevo círculo virtuoso debemos también ser conscientes de que las virtudes cívicas y los nuevos compromisos nos atañen a todos. De ahí que sea necesario remarcar qué ganamos todos si pasamos a ejercer una ciudadanía implicada, solidaria y responsable, capaz de modernizar su armazón institucional, sus partidos políticos y su cultura democrática.