La crisis en la que estamos instalados –a pesar de la contradicción que supone esta afirmación– no es sólo un cambio de ciclo económico propio de las fluctuaciones de unaeconomía de mercado que se ajusta por sí misma. Da la impresión de que nos estamos asomando a un cambio estructural que afecta tanto a los elementos microsociales y microeconómicos como a los de carácter macro. Es decir, ni las familias, ni las empresas, ni las entidades sociales, ni las Administraciones Públicas ni la Unión Europea van a recuperar el modelo donde se estaba y se vivía. Nuestro presente es un punto de inflexión que todavía está por ver a qué horizonte nos conduce.
No tenemos una bola de cristal ni podemos hacer una descripción completa de lo que va a venir. Cabría aventurar algunos escenarios, a modo de pronóstico, sobre lo que vendrá. Pero sí es posible proponer algunos requisitos de carácter prescriptivo. Si lo que está ocurriendo no es sólo por azar, es tiempo para tomar decisiones que permitan trazar rumbos y conducirnos adónde queremos ir.
Posiblemente, el más relevante de todos ellos sea un cambio radical en la vida pública, donde cada sector o clase, sean empresarios, políticos, activistas culturales y sociales, creadores y consumidores, vayan más allá del oportunismo, superando los vicios que actualmente se muestran con toda su crudeza, porque la ausencia de una visión de la cosa pública como un asunto de responsabilidad intransferible, tanto individual como colectivamente, nos ha conducido hasta aquí. Quizá falta un J. F. Kennedy que nos diga lo que dijo a sus conciudadanos en 1961: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”. Es decir, la propia sociedad española, cada ciudadano y ciudadana, tiene el reto de pensar la solidaridad con el resto de conciudadanos, no como una tarea ajena y propia sólo de las ONG, sino como una corresponsabilidad que construye lo público. El gran reto es cooperar, aun a pesar de las diferencias, superando el sectarismo y contando con que vivimos en el mismo vecindario y estamos condenados a encontrarnos.
En este sentido, la madurez que se reclama a las entidades del Tercer Sector también es aplicable a las empresas, a los sindicatos, a los partidos políticos, a las instituciones y al conjunto de la sociedad. La delegación de la solidaridad en otros, en unos terceros especializados, parece la solución más cómoda en tiempos donde, además, se tiende a desregular y mercantilizar los mecanismos de redistribución de las recompensas del sistema que, supuestamente, se ajustará por sí mismo.
No es un buen indicador que Cáritas haya pasado de atender a 993.839 personas en 2007 a 1.804.126 en 2011, duplicando el número de usuarios, que la Fundación Tomillo haya aumentado de 18.649 personas en 2009 a 29.310 en 2011 o que los bancos de alimentos cada vez tengan más trabajo. Tal como está la situación es algo que parece ser tarea y responsabilidad sólo de las organizaciones y no de todos, del conjunto de la sociedad.
En cualquier caso, desde las entidades del Tercer Sector también se ha de construir una mayor corresponsabilidad consciente con las cosas comunes, frente al “aprovecha lo que puedas” y al oportunismo individualista. Incluso en muchas entidades reconocidas como de utilidad pública, esto se ha de convertir en un reto insoslayable. Si viajamos todos en el mismo barco o si somos vecinos, hay que sumar fuerzas y encajar diferencias, porque de lo contrario nos hundiremos. Por eso, quizá es oportuno recordar –como decía Marco Aurelio– que “lo que no beneficia al enjambre, tampoco beneficia a la abeja”. El campo de la solidaridad y el de la cooperación están siempre abiertos a mejorar y a sumar esfuerzos.
En ese escenario-rumbo apuntado, hay otro elemento crucial que las entidades del Tercer Sector deben conseguir: independencia. Fundamentalmente, financiera, porque es la clave a partir de la cual se pueden ejercer otros niveles complementarios de independencia frente al poder y como alternativa a los poderosos. Si en todos los sistemas sociales se distribuyen y ejercen distintas formas de poder, hay que buscar mecanismos que permitan superar las tentaciones, los abusos y las perversiones.
La capacidad de crítica, de invención de alternativas y de propuestas, junto con la permeabilidad para detectar las nuevas necesidades de la población, está ligada a la autonomía de las organizaciones de cada sector. Y esto supone crecer en madurez organizativa y en capacidad de gestión. La solidaridad improvisada es efímera y fugaz. Necesita procesos de institucionalización, de responsabilidad y de compromiso con lo que se busca. Además, como resultado de los acontecimientos sociales y políticos que estamos viviendo en los últimos meses, la ciudadanía organizada tiene que convertirse en palanca de cambio y presión para mejorar la transparencia de las instituciones. No hay que olvidar que la solidaridad y la cooperación también pueden tener un “lado oscuro”, como de hecho sabemos que se produce en organizaciones que se sitúan al margen de la ley. Es decir, se puede cooperar y ser solidario con otros que no respetan las reglas ni las leyes, produciéndose fenómenos perversos de formas de solidaridad potentes y bien conocidas que perduran durante décadas, sea el caso de ETA, del IRA o de la propia mafia en sus distintas versiones.
El reto –en un sistema que se postula competitivo, meritocrático y sometido a la inercia de la destrucción creativa schumpeteriana– es atender a los más vulnerables, a los perdedores, a quienes no ganan en la concurrencia competitiva que se extiende como mecanismo abierto de distribución y acceso. Esa dimensión de la solidaridad de la ONG como voz de quienes no la tienen es otro contrapunto para consolidar la madurez que ahora se requiere.
En el horizonte quedan por resolver otros viejos ideales. El sector tiene que ampliar su base social, movilizar a las personas a través de diferentes formas de vinculación, sea como donantes, socios o voluntarios. Para ello, son necesarias entidades abiertas y con base social; esto es, con estructuras de participación de los socios, de los usuarios. Estas organizaciones tienen un papel muy importante como impulsoras de estructuras que promueven la vida democrática, entrenan a sus miembros para asumir responsabilidades públicas, les dotan de visión crítica de la realidad y generan confianza entre las personas, especialmente a los jóvenes.
En el horizonte quedan por resolver otros viejos ideales. El sector tiene que ampliar su base social, movilizar a las personas a través de diferentes formas de vinculación, sea como donantes, socios o voluntarios. Para ello, son necesarias entidades abiertas y con base social; esto es, con estructuras de participación de los socios, de los usuarios. Estas organizaciones tienen un papel muy importante como impulsoras de estructuras que promueven la vida democrática, entrenan a sus miembros para asumir responsabilidades públicas, les dotan de visión crítica de la realidad y generan confianza entre las personas, especialmente a los jóvenes.
A estos últimos, los jóvenes, el sistema educativo les está conduciendo a formar parte de la cadena productiva, una educación al servicio del empleo, del sistema…, pero curiosamente como siervos y no como príncipes, ni tampoco como ciudadanos críticos, razonadores autónomos, capaces de disfrutar de la vida como personas libres. Ahora la dictadura simbólica que controla el marco general es conseguir más competencias, ser más competentes. Pero se olvida para qué y hacia dónde.
Las entidades del Tercer Sector tienen que conseguir también un mayor y mejor reconocimiento como interlocutores ante los diferentes poderes fácticos, sin complejos, pero sabiendo que han de contar con una masa crítica tras de sí que avale su representatividad, su acción colectiva.