Primera consideración: Sabemos que la situación es crítica y casi de emergencia, pero el hecho de haber tocado fondo ha de ser el revulsivo para salir del atolladero con un nuevo enfoque general y un nuevo relato de soluciones y proyectos.
Las dos consecuencias más trascendentes del malestar acumulado son la extrema desconfianza ante la clase política y el entramado institucional, por un lado, y la desesperanza ante la falta de un relato alternativo y resolutivo, por el otro. Son dos problemas que aquejan a muchos otros países como España, aunque aquí se muestren con más crudeza. Desde fuera parece retornar el viejo tópico sobre la incapacidad del pueblo español para gobernarse o dotarse de unas élites competentes y eficaces. Si la transición democrática española ha servido de ejemplo para muchos otros países y contextos, la actual crisis múltiple nos desafía a replantear un nuevo modelo de gobernanza y de arquitectura institucional más robusta y legitimada.
La España de 2013 tiene poco que ver con la España de 2000, de 1994 o de 1978. La sociedad española ha partido de muy abajo en todos los ejes troncales (gobernanza, competitividad, bienestar, educación, ciencia y virtudes cívicas), pero su salto relativo y su avance en las últimas décadas ha sido espectacular. Un avance a trompicones en unos casos, constante en otros y errático en cuanto a consolidar una sociedad civil potente e independiente. Ahora, en cambio, vivimos un efervescente renacimiento de colectivos y foros de debate que reclaman la apertura de una segunda transición o un nuevo proceso constituyente para acometer una regeneración real de las instituciones y modernizar España de nuevo. No obstante, es la primera vez que la demanda urgente de regeneración histórica se produce en un marco democrático y de libertades. Esto hay que remarcarlo. Es el gran desafío al que se enfrenta la treintañera democracia española en medio de una colosal crisis y de una globalización implacable que ponen a prueba su madurez. Una madurez que ha de dar otro salto cualitativo y adaptativo a algo mejor, si es capaz de desprenderse de viejos códigos, maneras y estilos que ya han caducado.
La situación excepcional que vivimos requiere altas dosis de realismo crítico, capaz de identificar las claves de bóveda más frágiles de nuestra arquitectura a fin de sustituirlas desde el consenso. Eso no implica arrasarlo todo o hacer tabla rasa. Implica un cambio de actitud y un reconocimiento serio y sensato de aquellas fatigas, problemas y fallos de estructura que han sido obviados o ninguneados como parte de una realidad incómoda o irresoluble. Reconocer la realidad con realismo crítico resulta difícil en tiempos en los que los medios de comunicación y las élites fabrican y crean marcos simbólicos muy potentes aunque superficiales. Algunos se han alejado tanto de la realidad real que llegan incluso a tratarla como un objeto extraño o a excusarse diciendo que la realidad les ha estropeado el programa electoral de gobierno. Tierno Galván (1966) ya destacaba la afición de los españoles por la simplificación y el maniqueísmo, rehuyendo y evitando las realidades complejas. No podemos reflejar la complejidad sin valernos del pensamiento complejo. Cuando afirmamos que la realidad social, económica y política es compleja pensamos en algo semejante a un tapiz cuyos hilos son todos significativos. Ceder a la simplificación es una forma de contribuir a la confusión. Nada hay tan insensato como pretender iluminar lo complejo con el pensamiento simple o simplista, aunque resulte tan atractivo por su claridad y tan idóneo para los medios de comunicación.
La prensa, la televisión y el resto de medios tradicionales, ¿están facilitando el análisis y el debate complejo de los problemas o caen en el espectáculo tertuliano, rápido y polémico para cautivar grandes audiencias? Las voces y expertos más solventes y completos, ¿tienen la difusión pública que requiere este momento? ¿Dónde están los intelectuales y académicos que antaño iluminaban los caminos y encrucijadas, presentando paradojas y contradicciones que nos exigían un esfuerzo ético y de reflexión? Son preguntas pertinentes ante unos tiempos que no admiten las respuestas fáciles, sino la reflexión seria y analítica de la realidad con todos sus pros y contras. No podemos rehuir por más tiempo la realidad compleja, soslayando nuestras contradicciones y dilemas endiablados o mirando para otro lado esperando que escampe. Es hora de realismo crítico y pragmático orientado hacia el futuro, pensado para las futuras generaciones. Ello nos exige un esfuerzo ético, intelectual y sensato por entender el presente sin dogmatismos ni prejuicios.
Desde el inicio de la crisis en 2008, miles de jóvenes han emigrado al exterior, iniciando una diáspora de profesionales jóvenes y cualificados que puede superar en proporciones a la registrada al término de la guerra civil. Son las dos únicas diásporas de capital humano cualificado en nuestra historia contemporánea. Aunque la primera conducía al exilio y la presente conduce a los mercados globales, ambas ejemplifican un fracaso y una pérdida como país. Buena parte de ellos manifiestan que no piensan volver. España los ha educado en su sistema educativo –injustamente vilipendiado–, pero su excelencia y su talento servirán para hacer más competitivos otros países que les ofrecen oportunidades, bienestar y confianza. Justo lo que no encuentran aquí. ¿Cómo reconstruir un nuevo marco de confianza que sea creíble para poder recuperar a esta generación que se marcha del país tan defraudada?
La renovación institucional que merecen las futuras generaciones es, hoy, un ejercicio adulto de responsabilidad y de justicia intergeneracional. Para asentar y legitimar una nueva arquitectura institucional que sea duradera, conviene traspasar las fronteras partidistas y asumir los graves problemas desde el realismo crítico y sin maquillajes. Sólo entonces será posible construir consensos en espacios de diálogo multiagentes donde voces expertas jóvenes y seniors sean capaces de priorizar acuerdos estratégicos y de largo recorrido. Si los Pactos de la Moncloa (1977) fueron un punto de inflexión que permitió encajar la frágil y naciente democracia en un contexto de severa crisis económica nacional, es posible que el nuevo punto de inflexión que necesitamos ahora sea un pacto intergeneracional entre la España que asentó la democracia y las nuevas generaciones que han de hacer frente a la globalización y al cambio permanente y que no necesariamente se organizan en partidos políticos.
Partir del realismo crítico supone reconocer la democracia pluralista y horizontal de voces y grupos informados que deliberan soluciones para el bien común de forma racional y realista. Supone desprendernos de apriorismos cómodos y estar abiertos a nuevos razonamientos que proponen soluciones en espera de consenso. No es hora de inmovilismos ni de temeridades, sino de debate reflexivo y urgente en torno a un marco compartido de diagnóstico de la realidad compleja. Vivimos un tiempo histórico, llamado de modernidad reflexiva, donde la ciudadanía es creadora de una nueva agenda política de abajo a arriba, con base experta, animada por redes y que trasciende los partidos políticos. Es una consecuencia más del “cambio de época” característico de la sociedad del conocimiento, con una ciudadanía más informada y formada que poco tiene que ver con la ciudadanía propia de la pasada sociedad industrial.
La modernidad reflexiva es un cambio de paradigma de una democracia vertical y jerárquica a una democracia más horizontal y participativa. Nos preguntamos si la sociedad española está dispuesta o no a abordar tantos desafíos desde la discrepancia y el debate racional llegando a nuevos consensos básicos y necesarios. La crisis ofrece la oportunidad histórica de provocar un gran cambio cultural que resitúe a España en el mapa global y complejo de la modernidad avanzada. Sobra capacidad para hacerlo, pero falta un enfoque y un marco compartido para ponerse a ello.
No se trata de ponerse en manos de spin doctors o expertos en marketing de marca, se trata de acordar un nuevo proyecto histórico que sea incluyente de la diversidad, asegure la confianza mutua y garantice el bienestar social siendo reconocible y creíble. ¿Tenemos visión de país y suficiente generosidad para atravesar las fronteras partidistas e ideológicas? Hemos demostrado ser competentes para asentar la democracia en España, incorporarnos a Europa y acometer una gran modernización hasta ahora, pero queda por comprobar si sabremos también construir una arquitectura compleja de convivencia y progreso para los nuevos tiempos venideros. Haber tocado fondo debería servir de revulsivo para salir del atolladero con realismo crítico, con pluralismo y con inteligencia incluyente.