Hace unos años se acuñaron dos conceptos que se aplicaron rápidamente a algunos estudios de juventud: “generación premeditada” e “hijos tesoro”.
La noción de “generación premeditada” equivale de alguna manera a la de “hijos deseados” y se vincula al rápido descenso de la fecundidad entre los años 1976 y 1978. Esta circunstancia produjo, especialmente si excluimos a la población inmigrante, una transformación radical de la pirámide de edad española que muestra una línea, que en la actualidad se sitúa en 35-36 años, por debajo de la cual los efectivos de las diversas cohortes disminuyen de una manera llamativa. El descenso de la fecundidad coincide con la transición política y marca el inicio de la transformación del relato social en torno a los objetivos vitales de las personas jóvenes. Es una generación predeterminada, porque en términos de fecundidad ha sido planificada, pero también porque, en relación con laspolíticas de juventud y de actitudes familiares, es la portadora de la esperanza en un futuro aplazado. A principios de la década de los años noventa, cuando las primeras personasjóvenes de la “generación premeditada” llegaron a la pubertad, este relato social ya era hegemónico y estaba perfectamente articulado.
La noción de “hijo tesoro” se deriva de la anterior. Tiene que ver tanto con la escasez de efectivos, es decir, el bajo número de hijos por familia, como con el valor intrínseco que se atribuye a los mismos como portadores de esta esperanza de futuro. Perder a un hijo, en el sentido físico, pero también en el psicológico o en el moral, ya no supone sólo una desgracia familiar, sino una pérdida irreparable para el proyecto de vida de la unidad familiar. Por ello, es necesario protegerlos, pero también controlarlos de una forma efectiva y realista. Como consecuencia, estos hijos deben asumir un nuevo modelo de disciplina social, muy diferente a lo que en el pasado se consideraba disciplina, pero mucho más efectivo.
¿Ha funcionado este modelo social y político? Pues lo cierto es que sí, que mucho y que muy bien. No sólo por su hegemonía (por no utilizar la palabra unanimidad), sino porque ha logrado mantener este proceso social en una relativa invisibilidad social. A la vez, y con mucho, la juventud española ha sido –y posiblemente aún es– la más feliz de Europa. Sólo una pega: a partir de los años noventa, las personas jóvenes en España comienzan a dudar, no tanto de la misión encomendada, como de la capacidad de sus padres y madres, y en general todos los adultos, para acompañarles de una manera eficiente en este trayecto. Pero se trata de una duda que no ha tenido, al menos hasta ahora, una expresión colectiva, debido en una gran medida a otra característica del modelo y que también se describirá más adelante: no se ha desarrollado su capacidad para tomar decisiones al tener cortada su posibilidad de participación social.
Pero este proceso requería algunas condiciones. La primera es que se sustentaba sobre un continuo crecimiento del PIB, que preservaba la idea de que un aumento sostenido legitimaba la creencia en la profecía sobre el “gran futuro” formulada en la transición democrática. Aunque es cierto que existían crisis cíclicas, siempre se visualizaron desde una cierta normalidad autocomplaciente, porque de manera global el PIB seguía creciendo a un ritmo que la sociedad española consideraba bueno y que nos permitió alcanzar la media europea en muchos indicadores.
La segunda condición se apoyaba en la posibilidad de mantener la creencia de una progresiva modernización de nuestra sociedad. Se trataba de interiorizar la idea de que nos encaminábamos hacia la superación de nuestra imagen de país pobre, encallado en modos de vida, costumbres y normas morales que el resto de los países europeos (en especial los del norte) habían superado hacía décadas. La modernización era, a fin de cuentas, una oferta para que las personas jóvenes asumieran las reglas del relato sobre el “gran futuro” y transitaran por la senda de sus obligaciones con alegría. En la España democrática, al contrario que durante la época franquista y en el resto de los países europeos, la modernización no era vivida como una conquista por parte de las jóvenes generaciones, sino como una oferta de sus madres y sus padres.
Es cierto que se produjeron algunas paradojas, por ejemplo, entre 2002 y 2008, muchas personas jóvenes dejaron sus estudios en el nivel de educación obligatoria –y el abandono escolar aumentó hasta límites insoportables– por la tentadora oferta de un mercado de trabajo de fácil acceso y sueldos elevados para personas sin formación. Asimismo, entre 2006 y 2008, en pleno boom inmobiliario, se produjo un movimiento juvenil (el único con esta temática en todo el período democrático), impulsado en parte por los Consejos de Juventud, cuya principal reivindicación se refería al problema de la “esclavitud permanente” que representaba la necesidad social de tener una vivienda propia.
Pero el encaje voluntarista de la “generación premeditada”, que se percibía y representaba como (y en realidad era) una profecía estable y progresiva, se quebró a partir de 2008, con lo que al principio parecía una típica crisis coyuntural, para aparecer después como una crisis más profunda y prolongada, que se compara con la hasta ahora emblemática del año 1929, aunque en España la actual ya es más profunda, para derivar finalmente en una recesión a largo plazo, que admite pocas comparaciones y que está modificando aspectos esenciales de nuestra situación política, social, económica y cultural. Una transformación que rompe el consenso social en torno a la promesa del “gran futuro”, tal y como fue formulada en la transición.
Se puede observar este encaje voluntarista con un ejemplo que además permite entender la ruptura histórica que ha provocado la crisis y la actual recesión: la ubicación de clase. Los datos muestran que entre la transición democrática y la actual crisis, la juventud española se fue identificando, en las diversas y abundantes encuestas de juventud, como miembros de una clase media, estable y hegemónica. En las series del CIS, al responder a la pregunta, que tenía cinco alternativas, clase alta, media-alta, media-media, media-baja y baja, el conjunto de la población española se ha ido posicionando sobre los tres ítems centrales y ha ido escalando posiciones hasta que la suma de las tres categorías superiores representaba a casi un tercio de los españoles. En el caso de las personas jóvenes, tanto en las series del CIS como, en particular, en las del Injuve, la escalada ha sido más rápida, hasta convertir la ubicación de clase baja en residual.
¿Qué significa esto? Las personas jóvenes creían, mezclando realidad y expectativas, que ésta era su ubicación social. Aunque los estudios sobre pobreza y exclusión social establecían que casi una tercera parte mostraba algún tipo de carencia, ellos no lo percibían. De hecho, cuando en 2008 comienza la crisis económica, la idea dominante era que se trataba de una situación coyuntural que, además, hasta aquel momento afectaba más a otros países. Pero cuatro años después, esta visión ya no se sostiene. De pronto los españoles se despiertan de un mal sueño que parecía coyuntural, descubriendo en la vida cotidiana que es permanente y que puede ser muy prolongada. Y lo que es peor, descubren que el referente cultural construido a lo largo de las tres últimas décadas, la promesa y la profecía del gran futuro, puede que no sea cierto.
¿Cuál es entonces la identidad de las personas jóvenes? ¿Cómo las comienzan a ver las personas adultas? Quizá como víctimas de una situación que alguien debe haber provocado. Y la propia juventud, ¿cuál es su identidad? ¿Cómo se sienten? ¿Qué pueden hacer para encajar esta ruptura?