Una vez aprobada la Constitución de 1978 se consolidó entre los españoles una percepción muy sólida, y casi unánime, sobre el prometedor futuro que garantizaba aquel esfuerzo colectivo hecho a medias de renuncias y alternativas. Algunas dificultades posteriores, como el intento de golpe de Estado del 23-F, ayudaron a consolidar aquella percepción. La gran promesa de futuro se refería al avance de una sociedad más justa y equitativa, con un continuo crecimiento económico y un estilo de vida que nos permitía superar (y olvidar) las penurias del pasado. Aunque con el paso de los años la realidad se mostró más compleja, se mantuvo la tendencia al crecimiento económico, se conformó una amplia clase media y una sociedad de consumo. De tal manera que el estilo de vida de los españoles, para sorpresa de todos y orgullo propio, no difería demasiado del de los países más desarrollados de la UE. En algunos aspectos, incluso parecíamos destacar. También es cierto que se mantuvo un alto nivel de desigualdad social y de pobreza severa, aunque esto en ningún caso era demasiado visible para la propia sociedad española, por lo que nunca se pensó que nos podía diferenciar de otros países europeos.
En las décadas siguientes, la sociedad española interiorizó que la promesa sobre el “gran futuro” de la transición política contenía un punto de idealización utópica. Al tiempo, comprendió que se debía avanzar hacia este futuro a un ritmo razonable, ya que no se podía (ni se debía) tratar de alcanzar, así de repente y sin más, la totalidad de los objetivos de aquellas expectativas, esperanzas y promesas. Aparte de mantener una tendencia progresiva y positiva con argumentos sobre lo que se debía hacer: preparar a una nueva generación para que fueran ellos los que alcanzaran el objetivo final. Por este motivo, y durante tres décadas, se han dedicado muchos recursos, tanto del Estado como de las familias, a ayudar a las personas jóvenes para que emprendieran un itinerario que les iba a permitir hacer realidad las utopías de la transición política, lo que, sin duda, parecía un proyecto muy razonable.
El problema es que tales objetivos habían sido fijados por una generación muy diligente y en un momento histórico muy concreto. Después se congelaron para poder orientar, tanto la intervención pública como la actitud de las familias, hacia un horizonte determinado e inamovible. Como consecuencia, todos los recursos sociales y públicos para las personas jóvenes se orientaron de forma exclusiva y durante tres décadas hacia el logro de determinados objetivos inamovibles y preestablecidos: tener un trabajo estable y seguro de por vida, un buen nivel de ingresos y autonomía económica, vivienda propia, moderna, amplia y adecuada, así como un idealizado proyecto de vida familiar al margen de todo riesgo. Todo ello envuelto en una nube de modernidad (y felicidad personal). Las familias debían empeñarse en que sus hijos alcanzaran estos objetivos, y por ello debían protegerles incluso más allá de lo razonable. Una actitud que encaja muy bien con el modelo tradicional del “familismo mediterráneo” que ha caracterizado nuestras relaciones sociales en los últimos siglos.
No se preveían otros objetivos y se dejaba de lado toda iniciativa relacionada con el empoderamiento y la participación juvenil (lo que se ha venido llamando “políticas sobre condición juvenil”), a pesar de que la Constitución dedica de forma exclusiva el artículo 48 a garantizar este tipo de políticas. Pero, como no se puede obviar el mandato constitucional, las políticas de juventud se han caracterizado en España por las llamadas “retóricas de juventud”, un tipo de discurso que hacía hincapié en el empoderamiento y la participación de la juventud, al tiempo que ponían en marcha estrategias sociales y políticas para evitar que las personas jóvenes se empoderaran y participaran. En estos momentos se puede acceder a una descripción empírica de tales estrategias.
Como consecuencia, los jóvenes representaban la esperanza colectiva. Se dedicaban tantos medios a su promoción que todo el colectivo juvenil y cada uno de ellos en particular debían esforzarse en cumplir con los compromisos vitales que permitían vislumbrar el horizonte de los objetivos alcanzados. Es decir, dejando atrás el período histórico en el que las personas jóvenes tomaban sus propias decisiones y elegían (y cambiaban) la dirección de sus pasos, había que volver al viejo modelo de la senda preestablecida, definida por el conjunto de la sociedad adulta y que se suponía que garantizaba el cumplimiento de todas las profecías y relatos sobre “el gran futuro”.