Las tres prioridades esenciales de la empresa española, por este orden, son maximizar la rentabilidad financiera, incrementar el valor de la empresa y minimizar el riesgo patrimonial. Todas ellas se aplican amplia e intensamente. La preocupación por aumentar la rentabilidad de los fondos propios no ha cesado de aumentar desde 1984, habiendo crecido 15 puntos (hasta situarse en 2012 cerca del 83%) el porcentaje de compañías con planes específicos en este sentido. El enfoque en la creación de valor ha aumentado también (cerca de 8 puntos en el período estudiado) y constituye un eje de la función directiva para el 76,1% del tejido productivo. En cambio, la preocupación por minorar el riesgo patrimonial disminuyó entre 1984 y 2004, para rebotar fuertemente desde ese momento hasta constituir un objetivo principal para alrededor del 67% de las empresas españolas, un dato que refleja la inquietud ocasionada por la crisis económica y los peligros que de ella se desprenden en términos de pérdidas patrimoniales. El propósito de obtener una rentabilidad directa de la inversión a través de los dividendos llegó a presidir el comportamiento de más del 55% de las empresas españolas en 2004, aunque desde entonces ha declinado de forma acentuada hasta mantenerse en el 39% en 2012, por las necesidades de capitalización impuestas por los problemas de financiación externa (tabla 2). La tradicional orientación de los empresarios-propietarios nacionales por mantener el control accionarial (que no puede desligarse del dominio de las empresas familiares) explica el bajo recurso a prácticas de profesionalización y de representación de intereses minoritarios en los consejos de administración, desoyendo así las presiones en pro del buen gobierno corporativo.
Este fuerte acento en la función propietaria, es decir, en los intereses de los propietarios del capital, va unido a una baja penetración de otras prácticas más alineadas con los propósitos de otros grupos de interés. Sólo hay una práctica extendida mayoritariamente en la empresa española, los planes de seguridad e higiene en el trabajo, que merced a su regulación legal están implantados en más del 90% de las organizaciones. El resto de posibles prácticas que mejorarían las relaciones con stakeholders distintos a los propietarios (proveedores, empleados y sociedad en general) tienen aún una escasa implantación. Las únicas prácticas que están presentes en una cuota significativa del tejido empresarial español son los programas de patrocinio y mecenazgo (establecidos en casi un 26% de empresas, aunque no han crecido en porcentaje desde 1994) y la participación empresarial en debates públicos sobre cuestiones que no afecten directamente a sus intereses, casi un 33% en 2012. Esta última cuestión ha experimentado un significativo crecimiento que refleja el progreso de la presencia de los empresarios y directivos en las conversaciones públicas, lo que apunta a una línea positiva de preocupación por aportar ideas y soluciones sobre los problemas nacionales. Pero en el resto de aspectos, la empresa española mantiene una actividad bastante escasa.
Especialmente preocupante es la baja introducción de prácticas que impulsen mejoras en las condiciones laborales y el avance de la implicación de los trabajadores. Estas actividades no sólo promueven un progreso de la función social de la empresa respecto a los intereses de los trabajadores, sino que además contribuyen directamente a aumentar la motivación y el orgullo de pertenencia a la firma, optimizar el clima laboral, prevenir patologías organizativas y personales, disminuir el absentismo, fomentar el desarrollo y la retención del talento y facilitar la relación con todos los grupos de interés, lo que indirectamente redunda en la mejora de la productividad y la competitividad. La escasa introducción de las prácticas que facilitan una organización del trabajo más satisfactoria y productiva penaliza la competitividad de la propia empresa, el sentimiento de pertenencia y, por ende, el compromiso de su capital humano. Esta debilidad constituye un obstáculo de envergadura para potenciar la acumulación de otros intangibles (calidad del trabajo, satisfacción del cliente, mejora continua, creatividad, innovación, reputación, etc.), que constituyen las bazas esenciales para la competencia de empresas como las españolas, instaladas en países desarrollados donde las ventajas en los costes son cada vez más difíciles de mantener. La empresa española está desperdiciando las oportunidades que estas prácticas avanzadas ofrecen tanto para mejorar su productividad y competitividad como para mantener y potenciar el talento y la satisfacción de sus activos humanos, efecto que repercute muy positivamente en la sociedad al contribuir a fortalecer su capital social y los recursos con los que cuenta para emprender, crecer y competir.