La democracia sigue siendo el campo de batalla en el que dilucidar el futuro colectivo en momentos en que se abren profundos interrogantes sobre el mismo. Pero, un debate de ese calado, en momentos de cambio de época, no parece que pueda circunscribirse al estrecho marco de las instituciones políticas y del debate partidista. La envergadura de lo que está en juego obliga a plantear escenarios de debate y de decisión que incorporen a todos, y desde todos los ámbitos. Si entramos en otra época, si las formas de vida cambian, tenemos derecho a imaginar otra manera de hacer política. Situémonos, por lo tanto, en la posibilidad de avanzar hacia una democracia que se adapte a los nuevos escenarios, a las nuevas condiciones.
En estas páginas partimos de la necesidad de cambiar la política y las políticas. Y pretendemos hacerlo desde la defensa de la política como el mejor mecanismo que hemos encontrado para tratar de resolver de forma pacífica los conflictos de intereses y las dificultades crecientes para poder decidir sobre los problemas que el modelo de desarrollo emprendido genera. La forma de decidir de la política en democracia no se ha basado nunca en estrictos criterios de excelencia técnica o de racionalidad científica, sino en encontrar espacios de acuerdo y de viabilidad social que permitieran, si no resolver definitivamente los conflictos planteados, al menos acomodar intereses y trazar vías de consenso.
Lo que ocurre en estos momentos es que han cambiado muchos de los escenarios y de los criterios en que se había ido basando la política para poder tomar decisiones. Y esos cambios han provocado más dificultad, tanto para definir los problemas a los que colectivamente nos enfrentamos como, lógicamente, para poder tratar de resolverlos o mitigarlos. Los factores que contribuyen a ello son variados y su combinación ha ido aumentando la sensación de bloqueo o de laberinto cada vez que se abordan temas colectivos de especial relevancia. Ha cambiado el sustrato económico y laboral en el que nos movíamos. Están cambiando muy rápidamente las formas de vida. Y, sin embargo, la política sigue con sus anclajes institucionales y territoriales, que lastran notablemente su capacidad de reacción y de respuesta a esos cambios.
Partimos de la idea de que no habrá nueva política sin nuevos diagnósticos sobre lo que nos afecta a diario, en cada repliegue de lo que es nuestra cotidianeidad. Vivir, moverse, alimentarnos, reproducirnos, cuidar, mejorar…, son necesidades y querencias que cada uno tiene y que colectivamente nos obligan a plantearnos la mejor manera de resolverlos de manera positiva. Hay mucha gente que considera que este mundo, el mundo en el que vive, es profundamente injusto y que no tiene salida desde el punto de vista de su relación con la naturaleza. No está de acuerdo con las consecuencias de la forma de entender el desarrollo, la economía, la política o la convivencia social. Pero no acaba de querer cambiar de manera profunda las causas que motivan que todo ello suceda. Es evidente que los intereses y las situaciones de cada quien son diversas, y por tanto, la concepción sobre que entender en relación con cada una de esas necesidades de cambio no es unitaria ni pacífica.
Ése es el reto de vivir en un mundo cada vez más parecido y al mismo tiempo más diversificado. Necesitamos repensar la política y la forma de llevarla a cabo para conseguir que lo que nos una sea superior a lo que nos separa. Avanzando hacia una democracia que sea, que represente ese mundo común. Y ahí es donde nos tropezamos con una democracia representativa e institucionalizada, capturada en gran medida por las élites mercantil-financieras, que en estos momentos parece ser más impedimento que palanca de cambio.
Pero, ¿realmente han cambiado tanto las cosas como para que no nos sigan siendo útiles las políticas y las formas de resolver los conflictos que habíamos ido trabajosamente construyendo en Europa desde las graves crisis de la primera mitad del siglo XX? ¿Estamos realmente ante discontinuidades sustanciales?