Lo sucedido en los dos últimos años y sus evidentes repercusiones en el escenario democrático (la creciente desafección política, el descrédito generalizado de los políticos, la pérdida de legitimidad de las instituciones representativas…) o el surgimiento de movimientos políticos de nuevo cuño, difícilmente encuadrables en las tipologías tradicionales de la acción colectiva (15M y todas sus secuelas) nos deberían hacer pensar que algo más de fondo sucede en el funcionamiento de las democracias contemporáneas. Es indudable que detrás de ese conjunto de fenómenos existen vínculos más que significativos con el cambio tecnológico y comunicativo que supone Internet. Internet genera sacudidas en las viejas y nuevas plazas de la democracia. Internet permite abrir nuevas “plazas”. Espacios que posibilitan que gentes de todas partes interactúen, se relacionen, compartan información, construyan criterios, se organicen para actuar e influir.
No podemos simplemente confundir Internet con un nuevo instrumento que nos permite hacer lo de siempre, pero de manera más cómoda o más rápida. Por decirlo así, no podemos asimilar Internet a un nuevo “martillo” que nos han regalado. Los partidos, las instituciones, pensaron que la red era un nuevo martillo con el que seguir trabajando con los clavos de siempre, con las relaciones de poder de siempre. E Internet es otra forma de relacionarse y de vivir. Es otro “país”. Con sus relaciones de poder y de explotación (pero distintas), con sus reglas de juego y de interacción (pero distintas), con sus leyes y delitos (pero distintos). Internet nos hace recuperar, a través de la capacidad de compartir y de movilizarse, el debate sobre lo común, más allá de la cada vez más confusa dicotomía entre mercado y Estado. Y en ese nuevo “país”, en esa nueva realidad social que Internet sostiene y modifica, uno de los elementos que es cuestionado rápidamente son las funciones de intermediación y control.
La gente puede hacer directamente muchas cosas que antes tenía que hacer a través de instituciones, intermediarios y personas que vivían de saber qué puerta tocar y qué documento presentar. No parece exagerado afirmar que en muchos casos las instituciones, los partidos y muchas empresas, entidades e incluso profesiones han vivido de intermediar y controlar. La representación de ideales e intereses, o la capacidad de satisfacer lo que se consideraban “necesidades”, fundamentaba su razón de ser. Y ahora, de golpe, han de repensar su papel en un nuevo escenario. Un escenario en el que son más prescindibles.
En el escenario político, las instituciones y los partidos no han estado hasta ahora a la altura de las transformaciones en las formas de vida y de relación social. Las expectativas de participación de la gente son ahora mayores, porque pueden ser más directas e inmediatas, y lo viven y experimentan cuando usan las redes sociales. Cada uno es más capaz de crear, de organizarse, de establecer sus propios espacios, incluso de construir su propio trabajo o de buscar financiación para sus ideas usando la red. Y, en cambio, las instituciones, los partidos políticos, siguen respondiendo a pautas más propias del industrialismo de los siglos XIX y XX. Escenarios de clase en los que a cada lugar correspondía una persona, a cada persona su lugar y su función. Hoy todo es más fluido, igualmente injusto, pero cambian los parámetros, los espacios y las situaciones. Y, por lo tanto, las respuestas tradicionales empiezan a no servir.
En ese escenario, la política y, sobre todo, los partidos políticos que la encarnan institucionalmente, van a tener crecientes dificultades para seguir ejerciendo las funciones que les encomiendan casi en régimen de monopolio la Constitución y las leyes. Los acontecimientos se suceden aquí y fuera de aquí. Muestran que a la gente le cuesta cada vez más encuadrarse en organizaciones cerradas, en mensajes forzosamente idénticos y desfilar tras pancartas colectivas. Proliferan mensajes más individuales, expresiones más específicas de un malestar general. Y, además, muestran ese malestar, esa incomodidad con lo que sucede de manera también personalizada. Les cuesta más aceptar la jerarquía como algo natural. Y buscan maneras diversas de expresarse, a través de mecanismos y formas más horizontales. Cuanta mayor formación, cuantos más medios de conexión social haya disponibles, menos aceptará la ciudadanía que sólo le quepa la función política de votar, de influir o presionar a los encargados de tomar las decisiones por nosotros (los policy makers). Habrá, y ya hay, más interés en poder ser “los que deciden cada día” (los everyday makers). Es decir, ser las personas que sufren y deciden cada día y no limitarse a asistir como espectadores a lo que las instituciones decidan hacer o deshacer, cada vez más aparentemente al margen de lo que a la gente le preocupa y le desasosiega.