La crisis económica actual ha puesto en entredicho la presencia de inmigración, cuestiona altamente la llegada de nuevos flujos y magnifica el coste social que supone sostener una inmigración y una inmigración en paro. Sin embargo, la recepción de inmigrantes en estos últimos diez años fue una recepción pacífica. Es cierto que se habló de avalancha, de bajada de salarios, de aceptación por la parte de los inmigrantes de puestos de trabajo precarios que habrían ayudado a flexibilizar la demanda de trabajadores. Fuera de estas opiniones poco apoyadas por la mayoría social, la inmigración fue aceptada como una mano de obra complementaria a la española, insertándose en sectores laborales poco apreciados por los españoles como agricultura, construcción y hostelería y ocupando, en un gran número, los llamados nichos del mercado secundario (incómodos, peligrosos, precarios, de escaso prestigio, mal remunerados).
En este proceso de reacciones contradictorias se consideró además que por la llegada de inmigrantes la población se rejuvenece, aumenta la tasa de natalidad y el número de cotizantes a la Seguridad Social, asegurándose, de cara al futuro, los derechos de jubilación. Y continuando con datos positivos que indican claramente el beneficio que supone la inmigración para la sociedad española, observemos la aportación del trabajo extranjero al PIB. Se calcula que en España, sin inmigración, el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita habría caído un 0,6% entre los años 1995 y 2005, mientras que gracias a los inmigrantes ha aumentado en cerca del 2,6%. Por su parte, la Fundación Empresa y Sociedad, a través del informe elaborado por su Grupo de reflexión y propuestas sobre empresa e inmigración, cifra, hasta el año 2020, las necesidades anuales de trabajadores inmigrantes en 612.000, 255.000 o 157.000 según nos encontremos en entornos de alta, media o baja productividad.
Al mismo tiempo, esta inmigración no ha supuesto un alto coste al erario público en materia de prestaciones sociales, tal como se señala en la publicación de la Obra Social La Caixa sobre Inmigración y Estado del Bienestar en España. Así, el número de extranjeros perceptores de pensiones apenas llega al 1%; consultan al médico de cabecera un 7% menos que los españoles y un 16,5% menos al especialista.
Sin embargo, este gran beneficio de la inmigración laboral puede haber perjudicado al propio colectivo inmigrante en materia de políticas de inmigración e integración. En el ámbito del Gobierno, independientemente de su color político, ha existido en nuestro país un extendido consenso, encaminado a gestionar las migraciones desde la óptica de las necesidades del mercado de trabajo. El inmigrante es para las políticas públicas un trabajador y en esta idea se han centrado los programas de inserción.
¿Y qué ocurre ahora con la retracción del mercado de trabajo? Ocurre que el mercado laboral, por el momento, no necesita tanta mano de obra extranjera, porque la crisis ha calado en todos los sectores laborales, pero en especial en los nichos donde se situaba el trabajador inmigrante como es la construcción. Y como sociedad nos encontramos entonces con un trabajador en paro que es inmigrante, al que se le pide que se vaya. El problema de esta pragmática percepción de la inmigración, además de vulnerar los derechos humanos de toda persona, estriba en el hecho de que no somos capaces de preguntarnos cómo se percibe a sí mismo el inmigrante, que si bien ha migrado por trabajo, no ha sido ese el único motivo de su inicial migración, ni es el motivo actual después de cinco, diez o más años en España. Porque ese inmigrante ha venido con su familia o la ha reagrupado posteriormente, ha escolarizado a sus hijos –muchos jóvenes están iniciando ya su andadura laboral- ha vivido en un barrio, ha interactuado con sus compatriotas y con sus vecinos, forma parte de alguna asociación, asiste a una iglesia, envía dinero a su país de origen y muchos han votado en las últimas elecciones municipales. ¿Se perciben ellos solo como trabajadores o atisban ya su condición de ciudadanos?