Ya hemos hablado en este foro de los dos ámbitos que interactúan en el empleo y en su otra cara, el paro. El primero de ellos es la demanda de empleo, es decir, la actividad productiva y su suficiencia en intensidad y calidad. Y señalábamos cómo en España, para mejorar en ambos aspectos, se necesita invertir más en actividades de alto valor añadido, en tecnología y conocimiento. El segundo de esos ámbitos clave es la oferta de empleo, es decir, las personas que trabajan o están dispuestas a hacerlo, y aquí resulta relevante la capacidad de crecimiento de la población activa y su formación y cualificación. En la última década, junto al crecimiento económico, ha habido también un aumento de la población activa debido a las mujeres españolas y a la población inmigrante, y todavía hay margen de crecimiento si tenemos en cuenta que la tasa de actividad femenina, a pesar de los grandes avances, es 15 puntos inferior a la masculina.
Pero hay un tercer elemento, mencionado menos en este foro, que también es relevante, y son las instituciones de trabajo, desde el derecho laboral hasta los servicios públicos de empleo. Estas instituciones laborales, a diferencia de los otros dos ámbitos centrales del mercado de trabajo que hemos señalado, son mediadoras entre la oferta y la demanda de empleo y cumplen un papel instrumental relevante, aunque ni crean empleo, ni aumentan la población trabajadora. Hoy vamos a ocuparnos un poco más del derecho laboral, de los contratos de trabajo y de la negociación colectiva.
El contrato, en su forma jurídica general –no sólo laboral-, es el requisito imprescindible de toda relación económica en las sociedades de libre mercado. De hecho, el Estado, veló desde el primer momento porque se respetase dicha forma jurídica, que se basa en la libertad individual de quienes lo suscriben. Los trabajadores, en tanto que deben vender su fuerza de trabajo, conquistaron el derecho a regular en un contrato de trabajo sus condiciones laborales, básicamente, la tarea a realizar, el tiempo en que ésta se desempeña y el salario percibido por ella, quedando así establecidos los derechos y deberes que comprometen a las dos partes que realizan el contrato.
El contrato individual de trabajo se asienta, por tanto, sobre el principio de libertad, en la libre voluntad de las partes y en la ausencia de coacción para suscribirlo, pero no en el principio de igualdad, pues es evidente la desigual posición en el pacto del trabajador individual respecto al empresario. Con el derecho a la negociación colectiva se ganó en igualdad. El derecho del trabajo, al instituir el convenio colectivo, reequilibra el poder contractual de las partes en tanto que reconoce el derecho de los trabajadores a unirse para defender, negociar y pactar colectivamente sus condiciones de trabajo. De hecho, el derecho a la negociación colectiva sólo se reconoce a quienes trabajan por cuenta ajena. Así, la libertad formal individual se complementa con la capacidad de negociar condiciones laborales colectivas.
Los dos derechos, individual (contrato) y colectivo (convenio), son imprescindibles y la sociedad en su conjunto debería defenderlos en sus fundamentos, sin confundirlos ni cuestionarlos, como ahora está sucediendo. Por ejemplo, cuando se habla de modelos de contrato para reducir el alto desempleo de determinados grupos (jóvenes, mujeres), se pretende sustituir, en el imaginario colectivo, contratos por puestos de trabajo. O en sentido cuantitativo contrario, cuando se demanda un contrato único, se pretende anular la causa del mismo al indiferenciar el tipo de actividad a realizar –temporal o permanente- y, con ella, los motivos que la empresa debe alegar para su rescisión.
A su vez, el convenio colectivo, al ser un pacto que regula las condiciones laborales en un marco amplio de actividad -empresa, sector o territorio-, asegura unas reglas del juego claras y duraderas, y produce eso que hoy tanto se reclama, aunque desde intereses cruzados, confianza. La negociación colectiva se basa en la autonomía de las partes, toda vez que aquella restituye la igualdad de la parte más débil, y por esto resulta un elemento extraño introducir como figura obligatoria el arbitraje y, con él, el sometimiento de trabajadores y empresarios, aunque no lo quieran, a la decisión de un tercero cuando el desacuerdo rebasa unos plazos temporales, como se ha hecho en el reciente RDL 7/2011, de 10 de junio.
El derecho del trabajo es una de las instituciones a defender y conocerlo en sus reglas básicas ayuda a hacerlo. Las leyes laborales se pueden cambiar pero sin arrumbar el derecho laboral ni romper su coherencia general, aunque hoy, desafortunadamente, vemos esta deriva.