Los tiempos democráticos requieren sosiego y no decisiones apresuradas. Cuesta recomendar ahora la lectura del prudente Alexis Tocqueville o del agudo Stuart Mill. Cuesta convencer de que la democracia supone el gobierno de los mejores. Más que ofrecer la lectura de los mejores teóricos de la democracia, convendría analizar el momento actual de la política en España. Podríamos valernos de La Confrontación Política, de J. M. Maravall (Taurus, 2008) o fiarse del estudio del constitucionalista Óscar Alzaga Del Consenso Constituyente al Conflicto Permanente (Trotta, 2011) Nos hemos ido deslizando, casi sin pensarlo, en unos meses de alta tensión electoral. Si es verdad que el consenso constitucional fue tan profundo, en la transición, al menos cabría esperar ahora un “modus vivendi constitucional” que atemperase los dolores de cabeza que se nos avecinan.
En tiempos de enfrentamiento radical
Se argumenta, a mi juicio con cierta ligereza, que la democracia está ya consolidada en España. Y cada mañana, al leer o escuchar las noticias, comprobamos que la concordia no ha llegado a convertirse, entre nosotros, en virtud ciudadana. Se habla y se discute como si esa concordia poco o nada tuviera que ver en la práctica cotidiana de la vida pública. Midan ustedes el tiempo que dedican nuestros políticos a censurar la conducta de sus adversarios y el silencio que observan sobre los problemas reales y sus posibles soluciones.
Es cierto que una sociedad sin disenso sería, como dijo S. Moscovici, contra naturam. Pero sería poco inteligente confundir la borrasca que azota a la nave con la gresca interna del pasaje. Una democracia estable es la que sabe navegar en aguas peligrosas, como demostraron saber hacerlo las democracias más antiguas. Los contendientes son adversarios, pero no enemigos. El funcionamiento viable de nuestro sistema político exige concordia, es decir, componer voluntades concordes, es decir, elaborar consensos, con la mirada fija en la realidad objetiva del problema y no en la lascivia del poder.
Me pregunto si no está ya marcando la cólera del pasado nuestro momento histórico. Si somos más propensos a invocar principios morales inmutables y a juzgar la conducta del adversario político que a tratar de racionalizar los problemas diarios y discutir sobre sus posibles soluciones. Lo observaba ya Cambó: “un partido no acaba la lucha cuando ha llegado al poder. Lo único que entonces hace es cambiar su posición para seguir combatiendo. Pasa de la ofensiva a la defensiva, porque el partido o partidos adversos comenzarán a maniobrar para conquistar el poder”. Ahora resulta quizá más complejo elaborar una estrategia de desgaste del adversario, porque el ensanchamiento de las clases medias ha disminuido las distancias entre los electores. Si, como demuestran las investigaciones del CIS, la bolsa de votos del 1 al 10 se acumula en torno al 5, se piensa que la única manera de quitarle votos al contrincante es acudir a la crispación. Incluso hay que dar a entender en tiempo de elecciones que el consenso es imposible. La dinámica partitocrática tiende a subrayar las máximas divergencias. O como afirma J. Mª Maravall, “aquí en España, durante los últimos años, priman las políticas negativas”. Al adversario se le niega la capacidad para gobernar, se le niega la honradez y se le somete a la plena descalificación. No es que no logren entenderse los partidos; es que no quieren entenderse.
Y así llegamos a las grandes cuestiones de nuestro futuro más inmediato: ¿Es lícito utilizar las cuestiones de Estado en la lucha electoral? ¿Es viable la democracia, en España, sin el consenso necesario para reformar la Constitución?