“Hoy tengo el ánimo por los suelos. Me siento incapaz de otra tanda de cuidados y teletrabajo, por pequeña que sea. Las fuerzas están muy mermadas”. Silvia Nanclares, de 45 años, escupía de esta forma en Twitter su desgaste el pasado jueves, cuando aún no estaba claro si los colegios madrileños abrirían el lunes por los destrozos provocados por el temporal Filomena. Primero el confinamiento domiciliario de marzo, luego el verano y cuando parecía que la crianza le daba por fin un respiro en septiembre ―tiene con su pareja un niño de dos años― llegó la nieve, el colapso de la ciudad y un nuevo cierre de las escuelas. La de Nanclares es una de las cientos de familias asfixiadas por el teletrabajo y la carga familiar, ahogadas por la imposibilidad de separar la esfera profesional de la privada, las horas de descanso de las de pleno rendimiento.
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