Todavía hoy, en el siglo XXI, sigue habiendo niños que en lugar de dedicarse a estudiar y a jugar, se dedican a trabajar durante horas y no solo en la producción de tecnología, la huella de la explotación infantil está presente en muchos de nuestros productos de consumo habitual. El problema es que, sin ser conscientes de ello, podemos estar contribuyendo a esta perversión. La pregunta es: si nos ofrecieran la alternativa de comprar esos mismos productos sabiendo que se han respetado rigurosamente los derechos humanos, ¿estaríamos dispuestos a pagar un mayor precio por aquello que comemos o que vestimos? Seguramente todos contestaríamos que sí. Estaríamos optando por el Comercio Justo.
El Mundo