De pequeña tuve un gorrión en cautividad durante ocho meses. Piaba sin ninguna gracia y tenía el pésimo gusto de comer pan mojado. Quizá también sandía. Debió caer de un nido y mi hermano y yo lo cuidamos hasta que se murió. Sucedió un día absurdo, lleno de nubarrones. No toqué aquel cuerpo inerte, pero podría dibujar su esqueleto como si lo hubiera sentido, liviano y aún tibio, acurrucado entre mis dedos. Lo enterró él, que es el mayor, en lo más parecido que encontramos a una cristiana sepultura, o sea, en el patio de abajo, entre amapolas y malas hierbas. Creo que le pusimos una cruz de palos de polo. Mirando en silencio aquella tumba improvisada aprendí que no hay en el universo signo mayor de estupidez que encerrar a un pájaro.
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