La primera vez fue con las uñas. Como cuando te pica un mosquito y te rascas tanto que al final te acabas haciendo sangre, pero sin el mosquito. «Me empecé a rascar en la mano, a los diez minutillos me escocía un montón y cuando miré, ya tenía una herida. Esa primera vez no fui consciente… Me rascaba de los propios nervios. Pero noté cierto alivio, como si pudiera descargar la ansiedad. Hay gente que le da un puñetazo a la pared y a mí me dio por hacer eso». La segunda vez ya fue con unas tijeras, o igual fue con un cuchillo de la cocina, o con la cuchilla del sacapuntas que tenía en el estuche, o con la cremallera del mismo estuche. Con lo que fuera. «Hay un punto en el que tienes el plástico de un boli y te sirve, aprendes que si tienes un papel y lo doblas mucho, también te sirve. Llegas a tal nivel de adicción que como no tengas algo fácil a mano, te sirve casi cualquier cosa».
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