Seamos sinceros, ¿quién no ha perdido los estribos alguna vez con sus hijos y les ha gritado? El peso de la responsabilidad de ser padres, y el ritmo apresurado que nos impone la vida diaria, hace caer a los padres en el error de gritar. Pero si se convierte en una práctica habitual y no se corrige, puede desencadenar en el niño miedo y convertirle en un futuro gritón.
“Se grita cuando se canaliza de manera indebida las emociones. Todos los padres acabamos por gritar a nuestros hijos tarde o temprano y quien diga lo contrario, miente. Pero que sea casi inevitable, no significa que esté justificado.(…)»
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[fa type=»file-text»] Fuente: El País