EL autobús de línea iba cada mañana cargado de niños con destino a un colegio público de la periferia de la ciudad. En la misma parada del centro de Córdoba empezaba el calvario de uno de sus viajeros asiduos. Pongamos que se llama Adrián si bien ese no es su nombre real. «Adrián, te vas a cagar». El comentario intimidatorio achicaba el ánimo del escolar desde que se cobijaba del frío de la primera mañana bajo la marquesina, aislado como solía estarlo del resto de sus supuestos amigos que también se desplazaban a clase en transporte público y sin la compañía de sus padres. El chico intuía, y no se equivocaba, que en cualquier momento podía saltar la chispa, que no estaba lejano el momento en el que las bromas que a él le herían como un insulto se transformaran en una humillación.
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