Hace pocas semanas mi hija mayor cumplió cinco años. Los días anteriores, me sentí como en una película de Ken Loach, recorriendo mi barrio empobrecido mientras hacía cálculos sobre cuánto para la fiesta y cuánto para el regalo y cuánto para la tarta. Yo soy de una generación bisagra entre la promesa de progreso del fin del siglo XX y la precariedad como horizonte de este siglo. A quienes rozamos ese relato nos da cierta vergüenza admitir que a ratos nuestra vida es una versión con un poco más de glamour y un tanto menos de miseria de las películas de Ken Loach que veía en la filmoteca de la Facultad de Periodismo, allá en los noventa, cuando aún no sospechábamos que la Inglaterra triste post Tatcher, la dignidad permanentemente golpeada, la mera supervivencia puesta en cuestión bajo el mantra neoliberal del «No hay alternativa» sería nuestro panorama vital al cambiar el milenio.
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