El pasado verano necesitaba estar en soledad para concentrarme en un trabajo que tenía entre manos. Unos amigos me ofrecieron una casita en el norte de Lugo y me dejaron allí una mañana de agosto con una bolsa de víveres, otra de ropa, un ordenador y varios libros. Me quedé sola y sin coche en un pueblo fantasma, rodeada de casas de piedra con tejados de pizarra negra que llevaban años abandonadas, en un valle surcado por un río no muy caudaloso y cercado por montes de arboleda frondosa y centenaria.
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[fa type=»file-text»] Fuente: La opinión Coruña