Durante los últimos años, el envejecimiento de nuestra población ha traído consigo comportamientos más propios de viejos cascarrabias que de tiernos abuelitos. Poco a poco vamos soportando menos el ruido de los niños, sus carreras, balones y risas, y exigimos un silencio sepulcral que, a la larga, solo nos acercará al sepulcro. Y en ese proceso de egoísmo creciente somos capaces de parar hasta las actividades de los más pequeños con tal de preservar la mal llamada tranquilidad de los ciudadanos. Pero si hay algo que debe intranquilizarnos es que nuestros jóvenes no jueguen, no corran, no hagan deportes y acaben optando, desde el aburrimiento, por otras actividades menos lícitas. Como decía el dramaturgo alemán Friedrich Hebbel: «A menudo se echa en cara a la juventud el creer que el mundo comienza con ella. Cierto, pero la vejez cree aún más a menudo que el mundo acaba con ella. ¿Qué es peor?»
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