Para los que crecimos tarareando la melodía de Super Mario y soñábamos con rescatar a la princesa de Dragon’s Lair en los recreativos del barrio, compartir nuestra vieja afición con nuestros legítimos herederos es una suerte de conquista social. Y un placer inmenso. Es algo que nunca hicieron nuestros padres, que por muy tolerantes que fueran, siempre percibieron los videojuegos como algo extraño, poco menos que venido de otra galaxia (en eso tenían razón) y altamente tóxico. En definitiva, una enorme distracción que podía entorpecer, si no arruinar, nuestro futuro. Afortunadamente, tan funestos vaticinios no llegaron a cumplirse del todo y ahora sentarse con los más pequeños a jugar una partida ya es algo tan normal como ir al parque con las bicis.
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