Con rabia, impotencia y mucho dolor. Así recuerda Rocío Martínez el momento en el que en 1974 se cerró el único colegio de Añavieja, su pueblo natal (Soria). Como si del Flautista de Hamelín se tratara, esta decisión se llevó a todo los niños hasta el colegio de Ágreda, también en Soria, donde permanecían internos de lunes a viernes. «Mi hija de cinco años lloraba desconsolada cuando la dejábamos allí y a su padre y a mí se nos desgarraba el corazón. No entendíamos porqué no podíamos darla un beso cada noche o prepararla el desayuno como siempre. Rotos por no poder tener la vida familiar que deseábamos y ser presos de un sentimiento de angustia que nos ahogaba, tuvimos que abandonar las tierras que vieron nacer a nuestros antepasados y que tanto trabajamos para subsistir. Nos marcharnos a vivir a Tarazona para estar más cerca de nuestra hija».
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