Desde que nacieron y empezaron con la comida complementaria, nuestros hijos han tenido siempre a su disposición y a su alcance una gran variedad de frutas. Para desayunar, para merendar, para comer entre horas, para el postre. Por el contrario, lo habitual en los armarios y la nevera de nuestra casa es que no haya productos procesados, industriales e hiperazucarados. Nuestros hijos, por lo tanto, comen fruta. Mucha fruta. Y nosotros, que somos el primer ejemplo que tienen, también. A propósito de esto, escribí recientemente un post en mi blog personal, un poco “harto” de que la gente atribuya a la suerte divina la relación que nuestros pequeños tienen con la fruta. El post se viralizó. Y, como siempre ocurre en materia de crianza, pronto se crearon dos bandos: uno formado por los que estaban de acuerdo. Otro, por los que de alguna forma se sintieron atacados en su papel de padres-madres.
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