Disneyland, digámoslo desde el principio, está pensado para los adultos. Está concebido para que madres y padres sufran, en una especie de suplicio orquestado y consentido. La agonía empieza cuando uno saca la tarjeta de crédito para pagar el viaje y continúa con la infumable comida del parque y las eternas filas en sus atracciones. No podría estar mejor diseñado: lo que los mayores buscamos en esta experiencia es pasarlo mal, poner al límite nuestra capacidad de aguante, de modo que ese sacrificio se convierta en una prueba irrefutable (ante nosotros mismos) de lo mucho que amamos a nuestros hijos.
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[fa type=»file-text»] Fuente: El País
[fa type=»camera”] Autor de la imagen: Gilbert Sopakuwa | Flickr