Las últimas horas han sido un frenesí. Llevaba una semana en la que lo único que perturbaba mi paz era no confundirme con los vestuarios del maratón de funciones de fin de curso –el niño con camiseta negra, la niña con camiseta blanca, o al revés, ves, ya me he liado; la pequeña con falda morada de tutú, menos en baile, que puede hacer permutaciones de negro, naranja, amarillo o verde–. Creía que lo que venía después, sus vacaciones, que no las nuestras, ya estaban resueltas: la reserva de los campamentos pagada, los documentos firmados y enviados, los respectivos parientes esclavizados… Y de pronto, en pleno atasco de la M-40, mi cerebro ha activado la alarma: ¿qué vas a hacer con la pequeña del 28 al 30 de junio?
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