El cine animado es capaz de sostener lo más ligero y lo más complejo, lo más luminoso y lo más dramático. O, incluso, lo más paradójico, como La vida de Calabacín, primer largometraje del suizo Claude Barras que adapta el libro homónimo de Gilles Paris, publicado en 2001 y ya adaptado en una producción televisiva de imagen real —C’est mieux la vie quand un est grand (2008)—. El Calabacín del título es un niño de nueve años que, tras la muerte accidental de su madre, va a parar a un hogar de acogida donde convivirá con otras víctimas de malos tratos y abusos. La vida de Calabacín, que opta este domingo al Oscar al mejor filme de animación, podría pelearse con La tumba de las luciérnagas (1988) de Isao Takahata por el título de la película animada más triste de todos los tiempos, si no fuera porque en ella habita la paradoja: Barras no atenúa el dolor, ni la dureza de las situaciones, pero lo que acaba prevaleciendo es luminoso. Los niños perdidos de Barras son tenaces luchadores al servicio de una misión: que la tragedia vivida ni les defina, ni condicione su futuro.
Leer más [fa type=»long-arrow-right»]